Borrasca sobre el Castillo. Óleo de Teodoro R. Martín

LA GACETA DE GAUCÍN

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DON JACINTO. 
teodoro r. martín molina.


Fragmentos de "La Muerte"

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—¡Don Jacinto! ¡Don Jacinto! Dese usted prisa, corra usted, que parece que su mujer se ha puesto muy malita, muy malita.
Era Luisa la que con vehemencia pedía a don Jacinto que dejase lo que estuviera haciendo y cruzase la calle para atender a su esposa, que se había puesto peor.
Cuando don Jacinto entró en la casa subió aprisa las escaleras que conducían al dormitorio de matrimonio en el que su mujer, con una respiración acelerada estaba a punto de entregar su alma a Dios.
—Jacinto, Jacinto, ¿estás ahí? —lo llamaba doña Ventura con una voz fatigosa y casi apagada.
—Sí mujer. Aquí estoy, a tu lado. No te preocupes que ya verás como el ahogo se te pasa pronto.
—Jacinto acércate a mi lado. ¿Hay alguien más en la habitación? —atinó a preguntarle.
—No, estamos solos tú y yo. Luisa se ha quedado en la cocina preparando yo no sé qué.
—Anda Jacinto, dame un poquito.
—Vamos Ventura, olvídate de eso ahora y tranquilízate —le decía a su mujer mientras ella lo miraba con ojos vidriosos en los que lo único que se podía vislumbrar era el deseo y la ansiedad porque su marido fuese a buscarle un trago de aguardiente con el que mojarse la boca y amortiguar de alguna forma la necesidad de alcohol de su cuerpo.
—Jacinto, no puedo más. Tengo un ascua ardiendo aquí dentro que me va a quemar. Sólo un poquito, por favor.”
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“En la casa no faltaba de nada, ahora bien todo bajo su supervisión y control. Don Jacinto se encargaba de que todas las necesidades estuviesen perfectamente cubiertas: alimentos, ropas, incluso los caprichos de doña Ventura —finas muñecas de porcelana traídas en cada uno de los viajes que don Jacinto hacía a la capital—, criadas las que se necesitasen, niñeras para cuando los niños eran pequeños. Don Jacinto trataba de compensar todas sus infidelidades a base de tener a su mujer rodeada de todo aquello que él entendía podía satisfacerla.”
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“Don Jacinto arrimó una silla junto al lecho y lió un cigarro. Al tiempo que el cigarro se iba consumiendo veía como lo mismo le ocurría a la vida de su mujer, estaba contemplando sus últimos instantes en el mundo de los vivos. Una vez acabó el pitillo, se aproximó a la cama y comprobó que la respiración se había vuelto de nuevo jadeante, la tomó de los hombros y la incorporó apoyándole la espalda sobre las dos almohadas. Al tiempo de dejarla vio como los ojos de la desdichada se le volvían y apreció que su esclerótica se encontraba repleta de venillas rojas que casi eran más aparentes que el color blanco y brillante que siempre había tenido. Doña Ventura se quedó tranquila y su respiración se normalizó de un modo extraño.”
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“Don Jacinto se quedó reclinado sobre el varal de los pies de la cama en el que yacía su mujer y la contemplaba sin sentir nada especial por la desaparición de la que durante treinta y dos años había sido su compañera legal. Él siempre había ido a lo suyo, su matrimonio con doña Ventura, Venturita en sus años mozos, no había supuesto cambio alguno en su modo de vida de soltero.”
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“Dolores no escatimaba los adjetivos para ensalzar las virtudes carnales de la Isabelita. Le hablaba a don Jacinto de sus carnes prietas, sobre la turgencia de sus pechos y, algo que sabía tenía muy en cuenta don Jacinto, de la pulcritud en la higiene de su persona y de todo lo que la rodeaba. La discreción y buenos modos de la aspirante para sustituir a la Enriqueta fueron igualmente alabados por la alcahueta.”
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“Cuando acabó de hablar y antes que replicara Dolores, sacó la cartera y dejó un billete de veinticinco y otro de cincuenta sobre la mesa.
—El grande para que vayas preparando la casa —dijo sin esperar contestación de la alcahueta.
Dolores se levantó de la silla y le pidió a don Jacinto que la siguiera. Al llegar a la puerta del dormitorio, abrió la puerta y le dijo a la muchacha:
—Isabel, aquí está la visita. A ver cómo te portas —se apartó de la puerta y dejó paso a don Jacinto.
Don Jacinto pasó por delante de la alcahueta y ambos se entrecruzaron una mirada de complicidad. La alcahueta sonreía satisfecha por la cantidad que había visto sobre la mesa.
Estaba Isabelita sentada en el borde de la cama y al entrar don Jacinto se incorporó.  Llevaba una falda estrecha negra y una rebeca del mismo color abierta que dejaba ver la pechera de una blusa de un rosa pálido en la que los botones de la parte superior estaban al borde de los ojales fruto del empuje que recibían de los tersos y abundantes pechos de la muchacha. Giró la cabeza para saludar a don Jacinto al tiempo que se desprendía de unas horquillas que le recogían el pelo en discreto moño. Su sedoso y castaño cabello se desprendió de la nuca hasta llegar a rozarle los hombros.”
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“Se abrió la puerta del dormitorio y apareció la figura espigada de Currita, viuda de don Ataulfo Gámez, que fuera el último alcalde antes de la guerra civil y el primer represaliado tras la victoria fascista. Éste había muerto tuberculoso en un campo de concentración en tierras levantinas mediados los cuarenta.
Pasó de largo por donde se encontraba el recentísimo viudo sin dirigirle la palabra ni una mirada y se aproximó a la cabecera de la cama, donde se postró cogiendo con sus manos las de la difunta.
—Pobre Ventura. Cuánto has sufrido en este mundo. Pero ya no tienes que preocuparte por nada, ya no importa si los tuyos no te miran. Dios es justo y a cada uno le dará su merecido. El perro volverá algún día a la perrera de donde salió y tú lo verás desde el cielo y aunque sientas misericordia no te será posible hacer nada por él, ese castigo no se lo quitará nadie. Descansa Ventura, descansa en paz.
Don Jacinto hacía oídos sordos a lo que doña Currita musitaba al oído de la difunta y no se daba por aludido. Vio el cielo abierto cuando oyó los apresurados pasos de otras vecinas que subían las escaleras  por las que un rato antes había bajado Luisa.”
 
 
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