Borrasca sobre el Castillo. Teodoro R. Martín

LA GACETA DE GAUCÍN

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DON JACINTO. 
teodoro r. martín de molina


Fragmentos de "El Velatorio"

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“La estancia estaba iluminada por la débil luz que en estertóreos parpadeos se desprendían de los casi finiquitados cirios y la proveniente de una lámpara eléctrica que se encontraba en uno de los rincones.

—Parece que la tormenta arrecia y como no se den prisa en poner velas nuevas no sería extraño que nos quedásemos sin luz y a oscuras con don Jacinto y su difunta —le comentaba don Carlos en voz baja a su mujer mientras ésta pasaba las cuentas del rosario que estaba ofreciendo por el alma de doña Ventura.

En el exterior cada vez se oían caer más fuerte las chorreras de los tejados y el comedor de la casa, donde estaba colocado el féretro, se iluminaba a cada momento fruto de los relámpagos que la tormenta de esa noche producía. La luz de los relámpagos penetraba por el ventanal que daba al patio y dejaba ver por unos instantes la habitación en su totalidad.

El ataúd de madera de pino forrada de terciopelo negro se encontraba en el centro del comedor, en el lugar que normalmente ocupaba la mesa que ahora estaba pegada a una de las paredes bajo los cuadros que don Jacinto adquirió en uno de sus viajes a la capital. Estaba colocado sobre el túmulo, que a media tarde había traído el sacristán desde la iglesia, con la tapa retirada lo que permitía ver el cadáver a todos los presentes que habían ido a hacerle compañía a don Jacinto.

La lividez propia del cadáver se acentuaba más con la escasa luz de los cirios y producía gran pavor en algunos de los asistentes al velatorio, entre ellos el señor Ahumada, cada vez que el resplandor del relámpago lo iluminaba.”

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“Luisa había traído unas velas para reponer los cirios que ya habían agotado toda su cera y, poco después, se presentó con unas tazas de caldo de gallina que había preparado la tarde anterior en previsión de lo que finalmente ocurrió. Le ofreció la primera taza de caldo a don Jacinto y después a las vecinas y amigos que llevaban allí más tiempo. Don Jacinto le dio un pequeño sorbo y dejó la taza sobre el velador en el que se encontraba la lámpara eléctrica. Los demás en actitud propia del que no era deudo, excusaron gentilmente el ofrecimiento de la criada. Algunos de los hombres presentes se interesó por un poco de aguardiente del que hacía don Jacinto en el alambique, petición que Luisa atendió solícita en cuanto terminó de repartir el caldo.

—Vamos, tómese usted una tacita doña Pura, que lleva usted aquí casi todo el día y debe estar que se cae —animaba la criada a la vecina de la familia.

—No, gracias Luisa, yo no necesito mucho para mantenerme de pie. Tómatela tú y dale a los demás. Cuando he ido a dar vuelta a mi casa  me he echado un bocado y con eso tengo para toda la noche. Además, ¿a quién le apetece comer algo en este tipo de situaciones? Bastante dolor tiene una en el alma para que necesite de alimento alguno.

—Es verdad, doña Pura, pero aunque no tenga una ganas hay que tomarse algo para no estar desfallecida —le contestaba Luisa mientras apuraba el contenido altamente alimenticio de la taza—. ¡Con lo que le gustaba el caldo que yo le hacía a la pobrecita!

—Es verdad. Siempre que hablábamos de comidas me refería doña Ventura, que en paz descanse, lo buena cocinera que eras y el buen punto que le sabías dar a todas las comidas —comentó doña Pura tratando de alagar a la criada.

—Está mal que una lo diga, pero la difunta tenía razón. Han sido más de treinta años en esta casa, desde que se quedó en estado de Joaquinito que me llamaron para servir aquí y, desde entonces ¿cuántos caldos y cuántos guisos no habrá hecho una para ellos?

—Perdona Luisa —se interesaba doña Pura en voz baja—, cuando la hemos estado amortajando olía la habitación muy rara, ¿es que hasta en el lecho de la muerte seguía, la pobrecilla, con lo suyo?

—¡Ay doña Pura! ¡Ni entonces se le fue de la cabeza lo que nunca la dejó vivir! Eso era lo único que la tranquilizaba. ¡Pobrecilla, cuánto ha sufrido en esta vida!

—Sí, hija, cuánto ha sufrido y cuánto... de lo otro, que una cosa le llevaba a la otra —apostilló doña Pura.

—¿Y qué quería usted que hiciera la pobre? Era la mejor manera que tenía de olvidarse de aquello. Si a usted le hubiera pasado eso ¿qué habría hecho?

—No, mujer no, si yo no lo digo con el ánimo de criticar, y menos a una difunta, ¡Dios me libre! Lo digo porque como ya estaba tan mal, creía que se había olvidado del asunto —desvió la pregunta doña Pura al tiempo que trataba de curarse en salud.

—Pues no, no se olvidó nunca. Tampoco le hacía mal a nadie, la única que salía mal parada era ella, y su pena y la forma que tenía de lavarla se la han llevado a la tumba —dijo Luisa mientras se levantaba para unirse a las otras mujeres que iban a comenzar otro rosario.”

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“El segundo de los hijos, Pablito, se marchó a estudiar a Madrid y nunca más se supo de él. Había crecido arropado por su madre y cuando fue joven se mostraba como un chico pusilánime y madrero. Nunca mostró la más mínima devoción por el negocio de la familia y con frecuencia se encerraba en su habitación a leer libros de historia que buscaba entre los que adornaban las estanterías del despacho que tenía su padre junto al comedor de la casa. Eran libros que, junto a otros, don Jacinto compró con el único propósito de rellenar los estantes, nunca hizo intención  ni tan siquiera de leer los títulos.

Por todo ello cuando Pablo manifestó su deseo de ir a Madrid a estudiar letras, don Jacinto no puso impedimento alguno, sino que animó al muchacho para que lo hiciera y le prometió una asignación mensual mientras acaba sus estudios. Mataba dos pájaros de un tiro: lo alejaba de la influencia de su madre y creía que al vivir solo y en otro ambiente se haría un hombre hecho y derecho.

Mientras vivía y estudiaba en Madrid, y antes de acabar sus estudios, conoció a una joven chilena que en pocas semanas regresaba a su país. Pablo bebía los vientos por la criolla y no dudó un momento en seguirla hasta su tierra. Al poco de llegar a Valparaíso, escribió una carta a doña Ventura en la que le explicaba que se sentía el ser más feliz de la creación con el cambio de rumbo que había dado a su vida. La carta dejó tranquila a la madre y don Jacinto la aprovechó para dejar de enviarle la asignación mensual. En la carta no venía remite, sólo el matasello daba idea de su origen. Doña Ventura murió sin haber vuelto a tener noticia alguna del hijo menor.”

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“Los truenos y relámpagos habían dejado paso a las primeras luces del alba que, con dificultad, se colaban entre las nubes que aún quedaban en el cielo y levemente traspasaban los visillos del ventanal del patio. Una de las veces que don Jacinto apartó la mirada del féretro se topó con los profundos ojos negros de su sobrina Rosita quien, en compañía de su madre, hacía pocas horas que había llegado al pueblo en el coche de viajeros, que había enviado don Jacinto para recogerlas en la estación, donde las dejó el tren correo que salía de la capital a media tarde. No perdieron ni un minuto tras recibir el telegrama en el que don Jacinto les anunciaba el próximo desenlace fatal de su mujer.

Su madre estaba sentada con las otras mujeres, ella se mantenía erguida, con la espalda levemente apoyada sobre la barandilla de madera de la escalera que subía a los dormitorios. Tampoco participaba de forma activa en los rezos y tenía la mirada distraída contemplando los objetos y las personas que en la estancia se encontraban. Reparó por un momento en la figura del viudo sentado en el sillón y fue cuando sus ojos se toparon con la mirada de don Jacinto.”

 
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