Borrasca sobre el Castillo. Teodoro R. Martín.

LA GACETA DE GAUCÍN

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DON JACINTO. 
teodoro r. martín de molina.


Fragmentos de "Rosita"

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“Ya habían pasado doce años desde que don Jacinto, tras la guerra civil, fue a visitar a su cuñada y a su sobrina. La pazguata niña que conoció don Jacinto se había convertido en una preciosidad de muchacha que destacaba sobremanera entre tanta mujer vestida de negro y con el pelo recogido en austeros moños, que estaban junto a ella.
Su cabello intensamente negro le caía sobre los hombros y con sendas pinzas lo sujetaba a ambos lados de su cabeza, dejando ver un rostro exultante con leves toques de maquillaje que hacía destacar aún más la perfección de sus rasgos. Iba vestida discretamente, como lo requería la ocasión, pero del centro del conjunto de algodón color tostado que llevaba puesto emergían, como dos colinas gemelas, las redondeces de sus pechos juveniles.
Al cruzarse su mirada con la de Rosita, Don Jacinto bajó la vista de un modo casi reflejo. Sus ojos se toparon con unas piernas cubiertas por finas medias de nylon, de las que él había visto en los espectáculos de variedades a los que, en alguna ocasión, había asistido en sus viajes de negocios, que contrastaban con las negras medias de algodón del resto de las mujeres que se encontraban junto a Rosita. Una falda estrecha moldeaba sus caderas, una de las cuales descansaba apoyada entre el borde lateral de uno de los escalones y la baranda de la escalera.”
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“Una semana antes de que llegara el momento de presentarse ante el encargado del teatro, doña Rosa la acompañó todas las tardes a casa de un viejo profesor de música que vivía en el entresuelo del vetusto edificio de correos donde el buen hombre, con infinita paciencia, trató de poner cierto orden en los elementales y viciados conocimientos que Rosita tenía de los cuplés más en boga.  Esa semana los reales que recibió del dueño del bar, y algunos más que tenía guardados por un por si acaso, fueron a parar al bolsillo del profesor, al que tampoco le venían nada mal.
Llegó el día de la prueba y Rosita ante la atenta mirada de su madre consiguió superarla y desde esa semana pasó a formar parte del elenco de coristas de La Dolce Vita. Era una más del grupo de muchachas que ilusionadas trataban de buscar una salida a su vida, en todos los casos monótona y llena de privaciones.”
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“Lo de Ventura ya no tenía remedio y si Jacinto seguía pensando de la misma manera, la relación podría pasar por la vicaría en un tiempo prudencial. Si había cambiado en su forma de pensar, ella aún se veía capaz de hacer que volviera a desear lo que entonces deseó. De nuevo volvió a soñar —soñar seguía siendo lo más barato— y volvió a hacer planes para ella y para su hija. Ahora se veía de señora en casa de su cuñado, para entonces sería su marido, disfrutando de todo lo que en ella había. A Rosita la veía casada con algún importante del pueblo al que conocería y enamoraría al poco de llegar.
Pasaron varios meses hasta que llegó el telegrama que les anunciaba lo que ellas entendieron, y luego se confirmó, como la muerte de doña Ventura. No perdieron ni un instante y tuvieron la suerte de poder coger el último correo que pasaba por la estación del pueblo donde las estaría esperando el coche de viajeros para llevarlas hasta la casa de su difunta cuñada. Durante el viaje, doña Rosa puso a su hija al tanto de sus pretensiones al tiempo que le comentó de pasada algunos aspectos de la vida de su tío Jacinto.”
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“—Con éste hay que tener mucho cuidado, que en viendo carne fresca no respeta ni a los muertos. Así que ojito con él, Rosita.
—Ya, ya me ha contado mi madre algunas de las andanzas del tío, pero hoy no creo que tenga el cuerpo para nada —dijo Rosita que estaba acabando de quitarse la otra media.
—¡Uf! Calla, calla, que ése es capaz de todo. Si yo hablara, pero una no puede hablar porque a pesar de los pesares tiene mucho que agradecerle.
—¿Es verdad todo lo que se dice de mi tío?
—No sé lo que tú sabrás, pero seguro que eso y mucho más. Si yo te contara..., pero no puedo contarte porque conmigo siempre ha sido muy bueno. Él y doña Ventura, que en paz descanse, que a los dos les debo mucho. Aunque una tampoco se ha quedado atrás y les ha hecho a los dos todo lo que había que hacerles, y ha soportado lo que no hay en los escritos con los líos del señor y los gustos de la señora, pero hija no puedo contarte nada. Si yo te contara, pero no puedo contarte —repetía la criada una vez y otra la cantinela mientras sacaba unas ascuas de la chimenea y las ponía sobre el carbón del fogón donde había colocado una cafetera llena de agua para preparar el café.
—Bueno, si no quieres hablar, haces muy bien en callarte. Esa actitud tuya es digna de alabanza, no todas las criadas son iguales —trataba Rosita de halagar a la criada para llevarla a su terreno—. Ahora parece que estaba más tranquilo y no andaba pendoneando por ahí ¿no?
—Sí, sí, y yo que me lo creo. Mira, cuando ya doña Ventura estaba muy mal, hace poco estuvo por aquí una pelandusca de esas que se dedican a arreglar citas y se pasó un buen rato hablando con él en el despacho de aguardientes, y la otra noche lo vieron cerca de su casa, no me extrañaría que ya le hubiese arreglado algo porque los calzoncillos que le lavé al día siguiente eran dignos de ver —tomó aire y continuó—. Se piensan que una es tonta y no se da cuenta de las cosas, pero de tonta ni un pelo. Lo que pasa es que hay que callarse y estas cosas no se pueden comentar con nadie, ni contigo leche, no sé por qué me tiras de la lengua —increpó a Rosita—. Si llevo tantos años aquí es por mi trabajo y por eso, por no hablar con nadie de lo que pasaba de puertas para adentro, porque de lo de puertas para afuera todo el mundo está al corriente.
—Y mi tía, antes de enfermar y cuando era joven, ¿qué pensaba de todo eso? ¿cómo era capaz de soportarlo?
—Doña Ventura se rindió a la primera y una mujer también tiene que saber usar sus artes y... ¡Coño con la niña! ¿No te he dicho que no me tires más de la lengua?”
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“En su cabeza bullían las ideas y pasaba de un pensamiento a otro sin que su consciente fuese capaz de dominar lo que el inconsciente le imponía.
Una de las veces que Luisa volvió a la cocina, miró hacia donde estaba Rosita y vio como la muchacha dormía plácidamente frente a la hoguera. El cansancio, el calor de la chimenea y el torbellino de ideas que habían cruzado por su mente pudieron con ella y descansaba tranquila ajena a todas las elucubraciones que con anterioridad se habían adueñado de ella.
La criada procuró no hacer ruido alguno y así la dejó hasta que las campanas de la iglesia doblaron por primera vez anunciando que en una hora se iba a celebrar el entierro de doña Ventura.
—Niña, Rosita, despiértate —le hablaba en voz baja Luisa mientras le apretaba suavemente en su hombro izquierdo—. Ya están llegando las gentes para el entierro y han dado el primer toque de difuntos.
Rosita se sobresaltó al sentir la mano de Luisa sobre su hombro. Se sintió extraña en aquel lugar y tardó unos minutos en ubicarse física y mentalmente en el lugar, momento y situación que se encontraba.”
 
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