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CASCARABITOS. Fragmentos del capítulo IX
  

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“Los recién casados se dirigieron a su casa. Vicente encendió la lumbre y Filomena se aprestó a preparar un buen café de pucherete que despejara un poco la cabeza de su marido (cuando pensaba en Vicente como «su marido» se sentía inmensamente feliz), que durante el almuerzo había bebido algún vasillo de más. Era su primer día de casados, en la despensa se encontraban unas pocas cosas que las familias de ambos les habían regalado para que los primeros tiempos de vida en común resultasen más llevaderos. Tanto Vicente como Filomena sabían que aquello no iba a ser siempre así, que tenían que ir pensando en cómo procurar que en la despensa siempre hubiese lo necesario para el día a día.

Vicente le comentaba a Filomena su intención de echar una nueva calera o un horno de carbón, si se daba igual que la calera anterior el beneficio del trabajo no estaría mal. Filomena le decía que ella sólo necesitaba lo que hiciera falta para ponerle en el cesto todos los días cuando se fuese a trabajar.

Tocaron a la puerta y Vicente, extrañado, le dijo a Filomena:

—Seguro que es tu madre que viene a darte los últimos consejos.

No era la madre de Filomena, en la puerta estaba Alonso que con una sonrisa burlona le preguntó a Vicente:

—¿Qué? ¿Cómo va eso de ser el marido de la Filomena?

—Anda, entra y te tomas un café del que acaba de preparar mi mujer —dijo lo de mi mujer, como si ya llevasen casados mucho tiempo—. Filomena, echa otro café que tenemos invitado —le dijo a su mujer mientras cerraba la puerta después de haber entrado Alonso—. ¿Y qué te trae por aquí? —preguntó al recién llegado.

—Mira, tengo intención de hacer algunos arreglos en la casa. He estado hablando con Emilio, el albañil de Ulbrite, y me ha dicho que quizás la semana que viene podamos empezar la obra, pero le hacen falta peones y alguien que esté cerca de él para que le vaya echando una mano con la palustra.

Filomena ya le había puesto el café a Alonso en la mesa y él y Vicente se sentaron a platicar, ella atizó la lumbre y se puso a recolocar las pocas cosas que habían traído; entraba y salía constantemente del cuarto a la cocina, no quería intervenir en la conversación de los hombres pero, al mismo tiempo, no perdía puntada de lo que estaban hablando.

—Yo tenía pensado echar una calera o un horno, ya sabes que cualquiera de las dos cosas, si salen bien, dan más jornal que el peón —decía Vicente a Alonso contándole sus planes más inmediatos.

—Eso, si sale bien, pero no siempre sale como uno espera. La obra va a durar una buena temporada y, por lo tanto, el jornal lo vas a tener seguro durante ese tiempo, ya tendrás tiempo de caleras y de hornos de carbón cuando la cosa esté más fea.

—¿Y tú, qué quieres? ¿Qué vaya de peón o de ayudante del albañil? —preguntó Vicente a Alonso.

—Hombre, yo, para peones, había pensado en mis primos «los Valentones», tú podías estar cerca de Emilio. A ti no se te tiene que dar mal eso de la albañilería; además, el jornal siempre sería unas pesetas más que el del peón —le contestó Alonso.

—No sé yo cómo se me dará a mí eso del palustre y la plana. Yo no me asusto con el trabajo, pero tú sabes que de esas cosas sólo he hecho cuatro chapuzas de nada y hasta acostumbrarme y cogerle el truco no sé si me ganaré el peón.

—Por eso no tienes que preocuparte, Emilio es muy buen maestro y tú no vas a ser mal discípulo. En cuatro días estás a la par del albañil. Filomena, ¿tú qué dices? —sondeó Alonso a la mujer de Vicente.

—Yo, qué quieres que diga. Eso es él el que tiene que decirlo, a mí lo que él haga me parece bien.

—Esta es una mujer con talento —le decía Alonso a Vicente en tono confidencial—. Entonces, ¿cuento contigo? —volvió a alzar la voz al hacer la pregunta.

—En principio sí, pero tengo que hablar con Alfonso para lo de la calera.

—Bueno, pues entonces cuando me hable Emilio ya te aviso yo —dijo Alonso levantándose de la silla—, mientras tanto puedes trabajar con Juan en la limpieza del molino, así no pierdes el jornal hasta que empiece la obra. Aquí te quedas, Filomena —dijo despidiéndose.

—Con Dios, Alonso —respondió Filomena desde el cuarto.

Cuando Vicente cerró la puerta, Filomena se encontraba detrás de él con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Qué alegría, Vicente! Eso es mejor que la calera o el horno. Así vamos a almorzar juntos todos los días y por las noches no tendrás que estar fuera de la casa.

Vicente no contestó, la cogió de la cintura y apretó el menudo cuerpo de su mujer contra el suyo. Le acarició los cabellos suavemente y se besaron con la pasión de siempre pero con la seguridad y el sosiego que les daba estar en el que iba a ser su primer hogar, mejor o peor, con más o menos cosas, pero para ambos y nadie más.

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