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“La mili se había pasado en un silbido. Atrás se habían
quedado los interminables viajes de ida y vuelta en el tren tortuga, arrumbado
en un vagón de tercera clase; las horas de guardia, las horas de
imaginaria; el río Bidasoa, que en cruzándolo estaban en
Francia mirando a las francesitas en bañador, el río en el
que una tarde cuando subió la marea estuvo a punto de no contarla:
viendo a las francesas se les había ido el santo al cielo y cuando
se pusieron a cruzarlo para cambiar de país, el agua se los llevaba
mar adentro, agarrado a una tabla, y dando manotazos como Dios le dio a
entender, pudo Vicente alcanzar la orilla patria; el pelado al cero por
irse una noche de fiesta a Irún; los cerezos tan frondosos que había
cerca del cuartel, las cerezas tan ricas que daban, los dueños de
los cerezos y los tortazos que le dieron a su quinto de Turdión y
a otros más cuando los pillaron por enésima vez robándolas,
él se había librado porque tenía unas caguetas de las
que se comió el día de antes; los chuscos mojados en agua
para reblandecerlos un poco; el capellán del cuartel que no lo dejó
asistir a las clases de alfabetización porque decía que ya
conocía las letras, esto le obligó a mejorar por su cuenta
lo que había aprendido con don Manuel después de la guerra;
el curso y los galones de cabo segundo que hicieron que su sueldo fuese
en unas pesetas superior al de los soldados y le permitió el lujo
de fumar “Caldo Gallina” algún domingo; las marchas y maniobras de
semanas y semanas por los montes de las provincias Vascongadas, Navarra
y la Rioja; el mes de permiso que disfrutó al cumplir un año
de mili; la trifulca, que en ese período, tuvo con un guardia civil
mientras mancajaban maíz en las Tejas. «Quién es ese
del mono azul», había confundido a uno de los del mancaje, y
que llevaba puesto un mono azul, con un rojo. «Si supierais que es
un rojo, no preguntabais quién es», contestó Vicente
al civil. Todo se zanjó echando un cigarro del paquete que Vicente
guardaba en la guerrera que su madre le había traído del cortijo.
El guardia al ver los galones de cabo en la guerrera por poco si no se cuadra
ante Vicente...
En fin, atrás habían quedado los buenos y malos ratos
que la mili deparaba a la mayoría de los españolitos que no
tenían más remedio que ir cuando cumplían los veintiuno
y la patria los llamaba a servirla, y que a Vicente le supuso enterarse
que su verdadero nombre de pila era Antonio. Cuando le echaron el agua,
lo bautizaron con el nombre del marido de la “señora”, imposición
del párroco de turno, pero a sus padres no les gustaba ese nombre,
les gustaba el de su abuelo: Vicente. Y así lo llamaron siempre, y
siempre fue conocido entre sus amigos como Vicente «el de la Adelaida»,
aunque en el carné apareciese como Antonio. Cuando se hizo el primer
carné, antes de ir a la mili, ni tan siquiera miró lo que
allí estaba escrito, sólo vio la foto del documento en la
que casi no se reconocía, lo guardó en un cajón y no
lo volvió a sacar hasta el día de emprender el viaje a San
Sebastián. Al llegar al cuartel nombraron a todos los reclutas. Ante
el llamamiento a Antonio Marín Sánchez nadie respondió.
Al repetirlo por tres veces el sargento, Vicente dijo tener esos apellidos
pero no el nombre, cuando le pidieron el carné pudo comprobar por
sí mismo el error administrativo en el que había vivido durante
21 años.”
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