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CASCARABITOS. Fragmentos del capítulo VII
   

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“El invierno ese año fue muy duro. Era mediados de enero y se dejaba sentir el frío que calaba hasta el tuétano de los hombres y mujeres que, antes de amanecer, habían salido desde distintos puntos en dirección a las Mimbres para recoger aceituna.

Antes de que despuntara el sol la cuadrilla de los de Alzujara estaba dando vista al cortijo. Al llegar a los olivos encendieron una lumbre con cuatro altabacas y unas ramas de olivo. Reunidos alrededor del fuego trataban de calentarse las manos antes de agarrarse al trabajo: los hombres echando aceitunas y las mujeres recogiéndolas del suelo, sobre el que todavía se veía el blanco de la escarcha que la helada de la noche había dejado.

Los hombres se despojaban de sus chaquetillas para trepar a los olivos y las mujeres le daban la vuelta a las rebecas para que la parte del derecho se mantuviera en condiciones para después poderlas utilizar a la hora de ir a la iglesia o al baile. El hielo del suelo ya empezaba a vencer la débil resistencia que suponían las suelas de las alpargatas o albarcas y la escasa lana de los calcetines, con mil zurcidos, que unas y otros llevaban puestos.

De cada olivo se encargaba una collera de hombres y un grupo de muchachas: unos echaban las aceitunas y las otras se dejaban las uñas y los dedos cogiéndolas del suelo. Vicente y Antoñillo «el de la Sebastiana» formaban pareja y procuraban que entre las muchachas que iban a su par estuvieran las que a ellos les hacían más tilín. Vicente se aprovechaba de su escaso peso para encaramarse a las copas de los olivos más altos para ordeñar las ramas punteras. Desde las alturas procuraba en más de una ocasión afinar la puntería y darle con alguna aceituna a Filomena, la de Benjamín, en la cocorota; ella se enrabietaba con él, había que disimular, pero estaba deseando que le tirase la siguiente. En los bailes no le tiraría aceitunas, sino los tejos que era lo que a ella le encantaba.

Acababan de sonar los primeros golpes de las varas sobre los hardales de los olivos cuando llegó Roberto Domínguez. Él subía desde el Puerto Alegre, esa noche uno de sus hijos había estado con fiebre y antes de emprender el camino para las Mimbres se había acercado hasta Turdión a dejarle recado al médico para que llegara a ver al niño.

El dueño estaba todavía indicándole a los de Alzujara cuales eran los olivos que debían comenzar a echar cuando lo vio llegar.

—¿Dónde has apagado el mancho? —le preguntó a Roberto en clara referencia a su retraso para incorporarse al tajo.

Roberto trató de darle explicaciones pero, antes de que pudiese hablar, el amo le mostró su muñeca izquierda y el flamante reloj Dogma que hacía unos días se había comprado en Granada.

—Has llegado cinco minutos tarde. Date la vuelta y mañana procura estar aquí a la hora de agarrarse al trabajo; si no, ya sabes lo que hay —procuraba alzar la voz para que, además de Roberto, todos los que ya estaban trabajando pudieran oír bien la advertencia.

No hizo Roberto un nuevo intento de explicarse. Tragándose la rabia que le recorría todo su cuerpo, se dio media vuelta y emprendió el camino de regreso. Bajaba por la rambla de Alzujara pensando no subirla al día siguiente. “¿Dónde has apagado el mancho?” Recordaba las palabras del amo mientras cruzaba la rambla. “El mancho, el mancho”, se repetía a sí mismo. Decirle eso a él, que no necesitaba de ningún mancho para alumbrarse, a él que podía hacer el camino con los ojos cerrados, y todo por cinco minutos del Dogma de las narices.

Al llegar a su casa el hijo seguía con fiebre, los dos duros del jornal no los había traído, el médico recetaría unas inyecciones que tendría que comprar, y para comprar se necesitaba el dinero. Pasó todo el día arrumbado en una silla frente a la lumbre y rumiando sobre lo que le había pasado.

Cuando la necesidad aprieta el orgullo se arrincona y se desvanece. ¡Qué bien lo sabían los amos! ¡Cómo lo sufrían los peones!

Al siguiente día, Roberto el del Puerto esperó un buen rato mientras llegaban los de Alzujara para agarrarse al trabajo. Era una lección que todos conocían pero que costaba Dios y ayuda metérsela en la sesera.

La situación de Roberto no era muy agradable pero casi todos los compañeros de faena le dijeron algo al respecto: unos le animaban para que no perdiese la moral, otros le hablaban pestes del amo para confortarlo, otros se mostraban comprensivos con su postura, había quienes trataban de insuflarle ideas que es mejor no repetir...”
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