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“Ya había nacido la segunda hija de Filomena
y Vicente, otra niña tan preciosa como la primera y que se parecía
muchísimo a su abuela Adelaida, y a Vicente solamente pensar que
a él o a sus hijas, porque el destino así lo quisiera, pudiera
sucederles algo parecido a lo de su padre, le ponía el cuerpo malo.
Era por ello por lo que siempre que su mujer le sacaba el tema de los que
se habían ido a Barcelona, él le respondía que mientras
tuviese un trabajo en el pueblo que le diese lo suficiente para ir tirando
no se iría a parte alguna.
—En el pueblo, en el pueblo. Pero si con esto
de las obras te pasas más tiempo fuera que dentro —le replicaba
su mujer.
—Sí, es verdad que estoy más tiempo
por ahí que aquí, pero estoy trabajando en una cosa que me
gusta y con gente a la que conozco, y además sé que al cabo
de la semana o de la quincena voy a volver y vamos a estar juntos un par
de días. Si estuviéramos en Barcelona, seguro que te veía
menos, o es que tú te crees que en Barcelona atan a los perros con
longaniza. Allí salen antes de amanecer y cuando llegan por la noche
no tienen ganas más que de coger la cama para al otro día
hacer lo mismo.
—Pero yo podría echar unas horas en algún
sitio o llevarme trabajo a la casa como hace mi hermana Leonor, que, en
sus cartas, cuenta y no acaba de lo bien que les va a ella y a Ramón
en Tarrasa.
—Por un boquetillo así de chico los quisiera
yo ver —decía Vicente incrédulo—. Y tú, ¿trabajar
en qué?, ¿es que no tienes bastante con lo que ya tienes? —preguntaba
Vicente señalando a las niñas.
—No, si yo ya sé que con éstas
el trabajo no me falta, pero si yo pudiera meter algo en la casa no nos
vendría mal y aquí ya sabes tú que eso no es posible.
Además, cuando a ti se te acabe lo de las escuelas, porque no va
a ser eterno, no sé dónde vas a dar el peón.
—Filomena, desde que nos casamos siempre hemos
tenido algo que llevarnos a la boca, unas veces más y otras menos,
pero siempre ha habido algo para poner en la mesa y en el cesto. Es verdad
que aquí cada día está más difícil dar
el peón, pero Alonso me ha comentado que va a ir a Madrid para ver
si se queda con unas contratas de la televisión, así que cuando
se acabe lo de las escuelas, es posible que sigamos trabajando con él,
y en eso, según dice, hay trabajo para rato.
—Bueno, tú sabrás lo que haces,
yo no te pienso hablar más del tema —terminaba Filomena la conversación
un tanto resignada.”
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“Como Vicente le había dicho a Filomena,
la temporada fue larga. Fueron varios años de recorrido por distintas
regiones. Tiempo más que suficiente como para vivir penas y alegrías
de todo tipo, enfados y reconciliaciones, aventuras y desventuras, y anécdotas
para recordar u olvidar, según fuese el caso, además del sin
fin de circunstancias por las que pudieron pasar todos estos alzujareños
en lugares tan distintos y tan distantes de su querido Alzujara.
Si Vicente y los demás trabajadores estaban
sometidos a semejante ajetreo, Alonso tampoco se quedaba atrás. Aunque
en cada obra siempre había uno que hacía las veces de encargado,
a él le gustaba darse vuelta de vez en cuando. A ello tenía
que añadir los continuos viajes a Madrid para resolver los problemas
que casi siempre se planteaban, firmar los contratos, ir a cobrar las certificaciones
de obra, volver a ir a cobrarlas porque la vez anterior no estaban listos
los mandamientos de pago...
La primera partida de jamones que había
encargado fue seguida de otras, que, junto con el vino de Buenavista,
fueron tomando el camino de Madrid. ¡Cómo gustaban esos productos
típicos de la Alpujarra! Allanaban caminos y abrían puertas.
Nadie los rechazaba, recibían su regalo y lo agradecían convenientemente.
Alonso supo de actitudes y comportamientos que, por mucho que leyera en
la modesta biblioteca del despacho de su casa, no encontraría en los
libros... La vida, como siempre, continuó siendo su mejor escuela.
Durante el tiempo de los trabajos con televisión,
Alonso vivía más tiempo en el coche que entre cuatro paredes.
Y no le importaba, no se cansaba: era capaz de salir de madrugada de Alzujara,
pararse en los caserones que había frente al Suspiro del Moro para
dar de cuerpo (el vaso de aceite de oliva con el que se había desayunado
ya había hecho su efecto), y continuar hasta Madrid sin más
paradas, hacer lo que tuviese que hacer y volverse de nuevo para descansar
en su cama, en su casa, en su pueblo, y esperar que el canto de los gallos,
los ladridos de los perros o el alegre caminar de una caballería lo
despertaran al día siguiente.”
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