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CASCARABITOS. Fragmentos del capítulo II       

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“Tras un tira y afloja, el abuelo consiguió que al menos dejara que Vicente se fuese con ellos, era una boca menos y al abuelo le ayudaría con los animales. Adelaida le preparó un hatillo con cuatro trapos y al amanecer abuelo y nieto emprendieron el camino hacia Belbájar.
Al llegar a la Venta de las Pavas el viento soplaba fuertemente. Las acacias al borde de la carretera blandían sus ramas en lucha singular contra la fuerza del viento; estaban tan acostumbradas a él que eran pocas las ocasiones en las que salían derrotadas, si acaso se descargaban del follaje inerme que ya no absorbía la savia de la vida.
Vicente, con los ojos entreabiertos, se quedó paralizado al ver la diferencia de paisaje entre el de Alzujara y el que se contemplaba desde la venta. Allí siempre rodeado de cerros y lomas, aquí casi podía tocar el cielo. Solamente Sierra Lúcida con sus cumbres nevadas se quedaba en lo alto, a su derecha; pero al frente todo era cielo hasta que llegaba a juntarse a lo lejos con el mar que apenas si se divisaba entre las brumas de la costa.
Mientras el abuelo estuvo saludando a un grupo de militares que allí se encontraba e intercambiando algunas palabras con ellos, Vicente, instintivamente, emprendió la  bajada hacia Belbájar. Dependiendo de las curvas de la vereda pasaba a fijar sus ojillos desde la altura de Sierra Lúcida a la profundidad del Mediterráneo. El abuelo lo alcanzó pronto.
—¿Cómo sabías que éste era el camino? —Le preguntó extrañado de la firmeza con que el nieto había seguido la ruta adecuada.
—Mi madre me lo ha explicado muchas veces. Siempre me dice que si a ellos les pasa algo que me venga con ustedes y me explica por donde tengo que ir.
—¡Puñetas con el niño! —Exclamó el abuelo, y lo dejó que siguiera delante todo el camino hasta llegar a las primeras viviendas.”
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“El fin de la guerra sorprendió a Felipo en Castellón de la Plana. Cuando los mandos del batallón tomaron un tren que los aproximaría a la frontera francesa, muchos de los milicianos se subieron al mismo tren, otros corrieron en busca del primer puesto de los nacionales para entregarse como prisioneros de guerra, y otros, entre ellos Felipo, decidieron emprender el regreso a casa. Una aventura que nadie sabía como podía acabar.
Nueve días y nueve noches, sin apenas descanso y con algún chusco de pan duro para no desfallecer, duró la aventura de Felipo desde Castellón hasta volver a divisar desde el cortijo Capital las casas de Alzujara. Frutas y todo tipo de hortalizas que encontró en su camino, los chuscos pronto se acabaron, fue todo lo que comió en esos nueve días.
Hizo el largo camino acompañado de dos compañeros, uno de Guadix y el otro de La Herradura. Los tres sólo veían con sus ojos el sur y con el alma a sus familias, tuvieron la suerte de no cruzarse con ningún grupo de nacionales y así pudieron llegar a sus respectivos destinos.
Traía los pies hinchados como botas y las piernas apenas eran capaces de mantener el escaso peso de su cuerpo.
Adelaida no cesaba de llorar al tiempo que iba de vecina en vecina pidiendo un poco de aceite aquí, un huevo allá, un trozo de pan en esta casa, una arenque o un trozo de bacalao en la otra; algo tenía que darle a aquel hombre que venía desfallecido.
Adela iba a retranca de su madre y tenía que aligerar el paso para poder seguirla en su nerviosísimo deambular por encontrar cosas que ponerle al marido en la mesa.
Vicente se sentó junto al padre y no se movía de su lado, estaba agarrado a la pernera del pantalón y así, vencido por el cansancio, se quedó dormido. Felipo no dejaba de removerle el pelo con sus manos.
Roberto andaba gateando con los mocos caídos y a ratos lloraba y a ratos se quedaba tranquilo, extrañado de aquel hombre que había venido a su casa y de la ausencia de la madre.
Al día siguiente, antes de haber podido descansar una décima parte de lo que su cuerpo necesitaba, un guardia civil se presentó en la casa y le dijo que tenía que acompañarlo al cuartelillo para aclarar su situación.
La situación de Felipo pronto quedó aclarada. Dos de las personas con más influencia sobre los que tenían la autoridad tras el final de la guerra lo avalaron y dieron fe de las circunstancias en las que se vio reclutado y del tipo de hombre que era. Pronto estaba de regreso en su casa y de nuevo comenzaron los llantos de su mujer por tener ya definitivamente al marido junto a ella.”

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