... “Por menos de esto, tiempo atrás, Sebastián «el Perchero» había sufrido destierro. Su pecado consistió en pedirle aumento de una perrilla (cinco céntimos) en el jornal que ganaban los peones mientras trabajaban de sol a sol repoblando el Chaparral que la “señora”, la dueña de la otra mitad del pueblo, poseía frente a la parte sur de Alzujara. En aquella ocasión no hubo intercesión que valiese. Sebastián fue considerado un agitador y revolucionario y hubo de cumplir los años de destierro que le fueron impuestos en juicio sumarísimo, sin presencia de juez alguno, por las autoridades administrativas. ¡Cuántas veces había subido este “agitador” hasta la venta para ayudar a bajar a la “señora”! Cuando ésta anunciaba su llegada, cuatro de sus jornaleros tenían que subir para montarla en la caballería llevada al efecto. En los tramos más peligrosos la apeaban del animal y debían portearla entrecruzando los brazos bajo sus orondas posaderas (a silleta) para que la “señora” no se cansase o no tuviese que vadear por su propio pie algún arroyo que cruzaba el camino. Mientras unos “le tocaban el culo”, ¡malditas las ganas!, otros llevaban los baúles que como equipaje la acompañaban.” ... “El mayor de los hermanos Correa, Agustín, era muy bromista y siempre andaba chinchándole a Vicente y riendo a mandíbula batiente ante cada una de sus propias bromas. Al poco de estar guardando las vacas, a la que estaba preñada le dio por parir en las laderas de Sierra Lúcida, no pudo esperar a llegar al cortijo. Vicente vio que la vaca se echó y no había modo de levantarla. Sin más allá ni más acá, entre bramido y bramido la vaca fue expulsando, ante los atónitos ojos de Vicente, al becerro: primero asomó la cabeza, después las manos, hasta que por fin terminó de salir. Gracias a Dios que la vaca era experimentada y no se presentó ningún problema durante el parto. Cuando el becerro estaba en el mundo, la madre lo estuvo lamiendo durante un buen rato hasta que lo dejó completamente limpio de todo lo que traía adherido, después se comió la placenta. Llegó la hora de volver al cortijo y el becerrillo todavía no era capaz de mantenerse sobre sus patas. Vicente tuvo que echar mano de la espuerta zarrieta que llevaba para dar la merienda a las vacas. Acariciando al becerro y hablándole con cariño a la madre lo puso dentro de la espuerta y se la echó a las espaldas. La vaca no perdía ojo a Vicente, caminaba detrás de él y de vez en cuando se aproximaba a la espuerta y lanzaba un tierno bramido como queriéndose comunicar con su hijo. Agustín, que andaba con la escopeta en la mano tratando de encontrar un conejo que se le pusiese a tiro, se aproximó a Vicente con el becerro a cuestas. No vio mejor momento para empezar con una de sus bromas. —¿No ves cómo vas? ¡Si no puedes tirar de los calzones, cómo vas a poder con el becerro! ¡Vaina, que eres un vaina! ¡Verás como se te cae antes de llegar al cortijo! —Le decía a Vicente entre grandes risotadas. Vicente, en un primer momento, no le hizo mucho caso y siguió andando sin darle más importancia, mas viendo que Agustín no cesaba en su mofa, se paró en el balate de las Pedreras y soltó con cuidado sobre el balate la espuerta en la que llevaba al becerro. —¡Tú sí que eres un vaina! Si tienes cojones ven aquí y échate el becerro a cuestas —trató Vicente de herir a Agustín en su amor propio. Agustín soltó la escopeta y se dispuso a cargar con la espuerta y el becerro y, claro, ocurrió lo que Vicente esperaba que pasara. La vaca estaba acostumbrada a la presencia de Vicente y había visto como él había puesto a su becerro en la espuerta y como se lo cargaba. Cuando se percató que era otro el que llevaba al becerro, arremetió contra él y de un impresionante topetazo mandó a Agustín, becerro y espuerta pecho abajo hasta que, cada uno por un lado, fueron a parar contra unas abulagas cuyos pinchos todavía se debe andar sacando Agustín. La risa cambió de bando y ahora era Vicente el que no podía parar de reír mientras veía a Agustín rascándose la cabeza pensativamente.” ... |