Gaucín. Plumilla de José Miguel Vázquez Martín.

LA GACETA DE GAUCÍN

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narrativa

RECUERDOS DE NAVIDAD 

Pasajes sacados de "Treinta Años Después" .

 Estos son tres pasajes de otros tantos capítulos de “Treinta Años Después” en los que recojo algunos aspectos de las Navidades que viví en Gaucín cuando niño, allá por los años cincuenta.

Comparsas

A principios de diciembre comenzábamos los ensayos las comparsas. Había tres comparsas en el pueblo, todas ellas eran hereditarias de la vieja tradición de nuestro pueblo, siempre habían existido las comparsas o rondallas navideñas que alegraban las frías noches de diciembre previas a la Navidad.
Una la formaban los mayores que se reunían en la herrería de Edmundo, entrando por la Tenería, y allí ensayaban todas las tardes para acoplar bien los instrumentos y las voces con los villancicos que año tras año se iban repitiendo con muy pocas aportaciones nuevas. El jefe de la comparsa era Alvarado que tenía una carpintería y en ella se fabricaban algunos de los instrumentos, sobre todo las panderetas, los carillones, y el run-run.
Éste era un instrumento en forma de pirámide cuadrangular truncada que se sujetaba por sus dos bases a un listón que la atravesaba por el centro. Todo el armazón era de listones de los que colgaban gran cantidad de campanillas y cascabeles de distintos tamaños. Al elevarlo y moverlo rítmicamente resultaba una polifonía tal que hacía sombra al resto de los instrumentos.
Las panderetas eran muy grandes y la que llevaba Alvarado exageradamente grande, las pieles que usaban eran de conejo o chivo, según el tamaño de la pandereta. Otro de los instrumentos estrella era la zambomba. Se construían con el tronco-raíz de las pitas. Se sacaba de la tierra y se ahuecaba completamente. La parte más estrecha se dejaba libre y en la parte con circunferencia más ancha se colocaba la piel de conejo o chivo que previamente se había secado y raspado con gran mimo para que su grosor fuese escaso y así la resonancia fuese mayor.
En esta comparsa destacaban, además de Alvarado, Paco Real “El Gordito”, que tocaba el run-run con gran maestría y Luis Serrano que era un experto en el repiqueteo del almirez.
Los pequeños formábamos la nuestra propia a modo y semejanza de la de los mayores en todo aquello que estaba al alcance de nuestras posibilidades. No sólo nos procurábamos réplicas de sus instrumentos sino que el vestir procuraba ser lo más similar posible. Andábamos volviendo locas a nuestras madres y pidiendo entre los conocidos las calzonas, chalecos, zurrones y sombreros, gorras o boinas que, al menos en el aspecto, nos asemejase a ellos.
Estábamos deseando que llegase el día de la Inmaculada. Ésta era la fecha en la que se daba el pistoletazo de salida para comenzar a salir todas las noches a cantar nuestros villancicos por las calles del pueblo de casa en casa y de bar en bar preguntando:
—¿Quiere usted pandero?
Si los dueños de la casa o el del bar nos respondían que sí, allá que entrábamos locos de contento a cantar parte de nuestro repertorio para conseguir al final unas monedas con las que engrosar nuestras menguadas economías. El repertorio podía variar de un año a otro y la parte del mismo que entonábamos en cada casa o bar también. Lo que nunca cambiaba era la despedida:

«La despedida le damos
a modo de marinero,
con la gorrita en la mano,
muchas gracias caballeros»

El último verso lo solíamos cambiar por «eche usted mucho dinero». Unas veces eran más espléndidos que otras, pero al cruzar el tranco de la puerta de la calle todos nos agolpábamos junto al que había pasado la gorra e inmediatamente éramos todos conocedores de la esplendidez o engurruñimiento de nuestro paciente auditorio.
Cuando nos desplazábamos de una casa a otra íbamos cantando algún villancico o simplemente hacíamos sonar los instrumentos de un modo acompasado y rítmico. Intentábamos no coincidir en el recorrido con la comparsa de los mayores. Si esto ocurría estábamos perdidos, esa noche no nos comíamos ni una rosca. Era imposible, por mucho empeño que pusiésemos, llegar a la mitad de lo que ellos conseguían.
Una tercera comparsa estaba formada por otros mayores que se aglutinaron en torno a la familia de don Faustino el brigada. Esta comparsa estaba formada por jóvenes de estratos sociales distintos, en general, a los de la comparsa de Alvarado. La mayoría eran estudiantes. Se reunían para sus ensayos en la casa de don Faustino y tanto los instrumentos como los villancicos que cantaban no tenían nada que ver con los de la otra comparsa. Aquí aparecían las panderetas y zambombas convencionales e incluso alguna que otra guitarra aunque no se supiese tocar. En los villancicos, todos de un fuerte tinte religioso, se hacía que primasen las voces sobre los instrumentos. Era tan distinta que incluso el grupo no asumía el nombre de “comparsa” sino el de “rondalla”. Una particularidad de esta comparsa frente a las demás era la presencia de las muchachas en la misma, en las otras las niñas no tenían cabida de ningún modo. Tampoco los fines eran los mismos, si en las primeras lo que se procuraba era conseguir unos cuartos para después repartir entre sus componentes de forma que pudiésemos  disponer de más medios propios para pasar mejor las Navidades, en ésta la recaudación tenía un fin caritativo.
Algún sábado o domingo en el período comprendido entre el 8 y el 24 de diciembre, una comparsa de San Pablo de Buceite, anejo de Jimena de la Frontera, irrumpía en nuestro pueblo y dejaba en el lugar que correspondía a la de Alvarado. La verdad es que por muy bien pertrechados que fuesen los nuestros en casi todas las ocasiones quedaban apagados por los sones de los de San Pablo. Eran hombres maduros y que conocían bien el oficio. Su paso por las calles del pueblo era imposible que pasase desapercibido, y la interpretación que hacían de sus villancicos, generalmente poco conocidos entre nosotros,  nos dejaban a todos con la boca abierta. Los de Alvarado pasaban el mal trago de la mejor manera posible y procuraban evitar el enfrentamiento con ellos del mismo modo que nosotros, los pequeños, lo evitábamos con nuestros mayores.

Nochebuena gitana

Si bien todas las comparsas que pululábamos por el pueblo en los días previos a la Navidad alegrábamos la vida y dábamos un toque de fiesta a estas fechas, la reunión de gitanos en cualquier bar, normalmente el de Godino, durante la madrugada de la Noche Buena no tenía parangón posible.
Esa era una noche grande para todos los gitanos del pueblo. Incluso los gitanos más reacios a la fiesta y al jolgorio que se les supone a los de la raza calé, participaban durante esa madrugada del ambiente alegre y festivo de todos los demás.
Desde los más ancianos hasta los churumbeles con el pito al aire o en brazos de sus madres, bebían, cantaban y bailaban hasta el amanecer. La Chunga preñada o con un niño en el cuadril, su marido, Manolo, jaleándole cada paso que daba, la familia del Fino al completo, el Chato, su hermano Calila, los Pichés y tantos otros conformaban una estampa que es difícil de olvidar.
Esa noche formaban una gran familia, que a lo mejor al día siguiente no era considerada tal. En turnos imprevisibles: unos cantaban, otros hacían palmas, las alpargatas de suela de goma trataban de emular los botines de los bailarines, una cucharilla rasgueando una botella de anís vacía o el golpeo rítmico sobre el mostrador del bar, como únicos instrumentos, marcaban el compás de los villancicos. Un villancico tras otro. Una copa de anís o coñac después de la anterior. Vaso de vino va, vaso de vino viene. De comida, lo imprescindible: las tapas que bajasen de la cocina y algún polvorón o mantecado de los caseros. Tampoco necesitaban comer mucho, lo que les hacía subir la temperatura y los ponía a tono era el agua de fuego de la que hablaban los indios en las películas.
Si aparecían por allí el gayibaor o la pestañí, los planes se les podían trocar, el mal fario estaba asegurado. Aun los castellanos más allegados no eran bien recibidos en esa reunión. A ellos les gustaba estar solos, en su ambiente, viviendo la Noche Buena a su modo. Les gustaba emborracharse, sudar la gota gorda bailando y cantando, y acabar rendidos para, al amanecer, volverse a sus cubículos, dormir la mona y a la mañana siguiente levantarse frescos como lechugas.

Comidas

Los pavos y pavas que seño Domingo nos había traído de las Bernardas en el mes de octubre o noviembre ya estaban prestos para convertirse en manjar exquisito de todas la fechas señaladas que teníamos en la casa, a saber: 8 de diciembre, aniversario de bodas de nuestros padres; 24 y 25 de diciembre, Nochebuena y Navidad; 31 del mismo mes, cena de fin de año; 6 de enero, día de Reyes y 19 de marzo, onomástica de Pepito Martín y Josefita “la Serrana”.
Bajábamos al gallinero con mamá y, tras observar por un momento a los pavos mientras ellos se pavoneaban armando sus colas e inflando las plumas de todo su cuerpo, mamá señalaba al elegido para la ocasión. Tras varias carreras por el gallinero detrás del elegido, conseguíamos atraparlo y, para evitar que nos diese mucho la lata, le cruzábamos las alas de modo que no pudiese aletear más y le atábamos las patas para que el correr le fuese cosa imposible. De esa guisa, el pavo era conducido al matadero, la mesa de la cocina, en la que nosotros éramos los encargados de realizar las labores de sujeción para evitar que se escapase de la mesa y mamá con su faquilla de cocina se aprestaba a asestarle al pavo una certera cuchillada en el pescuezo que seccionara su yugular y, entre los estertores de la muerte, cualquiera otro de nosotros recogía la sangre caliente en un plato de porcelana.
Sólo con el pavo hubiese habido comida más que suficiente para las celebraciones del día en cuestión. La pechuga rellena, el caldo con los huesos y las carnes menos nobles, los muslos, sobre-muslos y alones en pepitoria... era comida más que suficiente para alimentar a la manada de hambrones que nos sentábamos a la mesa. Pero como podía parecer que aquello era poco, no faltaba una cabezada de lomo mechada, una cinta de lomo rellena, ensaladilla rusa, patatas fritas y algunos embutidos partidos en perfectas rodajas y, para estas ocasiones, colocados ornamentalmente en fuentes de fina porcelana decorada.
Siempre sobraba comida, pero: «lo que hoy sobró, mañana será primer plato». Si la noche de ese día salíamos al baile o algún otro sitio, no había bocado más exquisito al regresar a altas horas de la madrugada con el cuerpo caliente y el estómago vacío.
La preparación de estas comidas suponía para mamá un trabajo adicional al ya de por sí duro trabajo diario. Todas conllevaban arduas labores de preparación y elaboración y horas y horas de estar frente al fogón, observándolas y dándoles los toques precisos hasta que los alimentos alcanzaran su punto exacto. Para las Navidades el trabajo se multiplicaba, pues a las comidas de todos los días se le añadían las extraordinarias y, a todas, la elaboración de los dulces propios de las fechas: pestiños, mantecados, polvorones y roscos fritos.
 En su elaboración teníamos cierta participación los más pequeños. Mamá nos dejaba que con una fina copa fuésemos dando forma redondeada a los polvorones y que las últimas sobras de los recortes de ellos nos la echásemos a la boca para que, inflando los carrillos, expulsáramos el aire y los ingredientes de los polvorones al intentar pronunciar la palabra “papá” en repetidas ocasiones. Para los mantecados se utilizaban, en vez de las copas, unos moldes con forma de estrella, corazón, etc. Los rosquillos se moldeaban con las manos antes de ponerlos a freír en aceite hirviendo, mientras se hacían, siempre se probaba un poco de la masa para ver si estaban bien de azúcar o, simplemente, porque nos apetecía, a pesar de las advertencias de  mamá sobre el nocivo efecto que ello acarrearía a nuestra barriga.
     Lo mejor de todas estas comidas no eran las comidas en sí mismas, que ya estaban ricas de por sí, sino el ambiente en el que vivíamos antes, durante y después de ellas. Creo que por esos días todos nos olvidábamos de nuestras pequeñas rencillas y procurábamos no ser quisquillosos los unos con los otros y, si alguno sacaba los pies del plato, los demás sabían darle la vuelta a la tortilla para que, lo que en un principio hubiese podido molestar a alguien, se convirtiese en un  motivo más de broma y alegría para todos.
         
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