LA GACETA DE GAUCÍN

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Agreste Alpujarra No: 7 - Noviembre / Diciembre 2010 Página 18

 

 

"La tía Carmen"

 

 

Situémonos en un pequeño municipio de la Alpujarra granadina, en la España profunda de la posguerra, una sociedad anclada en el pasado en donde cualquier cambio o transformación era recibido con mil prevenciones, los roles de cada uno estaban perfectamente delimitados, y llevar la vida del vecino resultaba ser lo más interesante para muchas de las personas que formaban dicha colectividad.

En este contexto aparece la “transgresora” figura de “la tía Carmen”.

Enviudó durante la Guerra Civil. Madre de dos hijos y una buena caterva de nietos. Al regresar al pueblo, no se resigna a vivir al amparo de sus hijos y decide buscarse la vida por sus propios medios, para ello monta una taberna. Sería la única regentada por una mujer en muchos kilómetros a la redonda. Con el tiempo, la taberna llegó a convertirse en pensión, tienda, “banco” y, sobre todo, refugio del mocerío de la población que siempre tuvo en ella el mejor auxilio de sus penurias económicas y la más fiel cómplice de aquellas pequeñas fechorías que llevaban a cabo para matar el rato y consolar sus, casi siempre, desabastecidos estómagos.

Su menuda figura vestida de negro, con el pelo recogido bajo el pañolón, también negro, se movía entre los parroquianos y, sin remilgos ni inhibiciones, era capaz de tratar con ellos de lo que fuese interesante para la buena marcha del negocio. Sus ojos vivarachos estaban pendientes de todo lo que precisaba la clientela, en su totalidad masculina. Sus nervudas y trabajadas manos pronto se aprestaban para colocar la garrafa sobre una de las rodillas y verter el vino hasta completar la botella, la mediílla o las limetas que fuesen necesarias.

Sería la taberna una habitación en la que dos mesas y algunas sillas conformaban el mobiliario que se completaba con un improvisado mostrador y un par de tablas, a modo de estanterías, sobre las que bailaban alguna botella de coñac, aguardiente o anís. Una humilde chimenea daba cobijo a magníficos troncos que caldeaban el lugar en los días de frío.

Con los forasteros guardaba sus distancias, pero con sus paisanos y conocidos se mostraba tal cual. Si se terciaba fumarse un cigarro de churrasca se justificaba: «El humillo y el sabor que deja la churrasca me sirven para aliviar el dolor de muelas». En las frías mañanas de invierno podía acompañar a los primeros clientes con una que otra copita de anís “del du”, ése que se pasaba sin tener que carraspear. Tampoco mostraba inconveniencia si por la tarde en la partida de cartas faltaba tercio.

Por aquellos años incluso escaseaba la leña por los alrededores del pueblo y uno de los métodos de cobro que tenía “la tía Carmen” con los morosos era ese: un haz de leña, o los necesarios, podían cubrir el vino de una noche de cartas o de parranda con los amigos. Si el haz de leña se valoraba en tres pesetas y el litro de vino valía diez reales, aun sacaba rédito de cincuenta céntimos a cada botella fiada.

Serían los jóvenes los más fervientes clientes de su taberna, no en vano era su confidente, compañera y amiga en casi todas las ocasiones que las circunstancias lo requerían; sobremanera cuando se trataba de guisar algún conejo o gallo que se había “extraviado” de corral propio o ajeno. No participaba en el guisoteo ni en su ingesta, pero les prestaba los utensilios y el lugar, y se hacía la despistada. Sabía guardar el secreto. Ni a padres, ni a guardia civil, cuando la interrogaran al efecto, les soltaría prenda, aunque aún no se hubiese disipado el olor a plumas quemadas en la cocinilla contigua a la taberna.

No sólo dejaba fiado el consumo en la taberna, sino que además hacía las veces de prestamista. El día de la Virgen de agosto era el señalado para la devolución de lo prestado a un interés del diez por ciento. Todos los trámites eran de palabra y no se extendía documento alguno: entre la “banquera” y sus deudores existía tal confianza que ni los propios hijos de “la tía Carmen” eran conocedores de las personas que se entrampaban con ella. «Lo que nadie tiene que saber, lo tendréis que subir conmigo», y con ella se irían todos los secretos que nada más conocían ella y los implicados.

Además de ser, como decía al principio, una “transgresora” de las costumbres dominantes, tuvo que ser una mujer valiente y adelantada a la mayoría de las de su entorno y su tiempo, tal vez incomprendida, pero seguro que al mismo tiempo admirada y envidiada por muchas de ellas. No cabe duda que hacer lo que hacía en el lugar y en las fechas antes mencionadas tiene un mérito comparable al de aquellas otras mujeres que rompieron con todos los estereotipos y modelos predefinidos de la época que les tocó vivir.

Si a lo largo de la historia han existido, bien de leyenda, bien fruto de la imaginación de su autor, pero seguro que todas basadas en mujeres de carne y hueso, Cármenes con distintos apellidos, todas eran una misma: prototipos de mujeres apasionadas, defensoras de su independencia, y poseedoras de una personalidad arrolladora, indomable e inquebrantable, a ésta, nuestra admirable “tía Carmen”, también podríamos denominarla como “Carmen de la Alpujarra”, que sin las connotaciones pasionales de otras, puso de manifiesto su independencia y una personalidad sin parangón como avanzadilla de un prototipo de mujer que surgirá en décadas posteriores.

Sirva este breve retrato de “la tía Carmen” como homenaje a ella y a todas las anónimas mujeres que han sido pioneras en la lucha para que la mujer ocupe el puesto que le corresponde en la sociedad. 

 Teodoro R. Martín de Molina


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