Teodoro R. Martín
de Molina
El flechazo –¿Pero es que este niño no tiene manos? –Se quejaba amargamente a su marido la mamá de Borja. –Bastante tiene con lo que tiene el chiquillo, mujer. –Le respondió el marido en un tono que denotaba cierto cansancio. Sentado junto a sus padres, con el miedo metido en el cuerpo, Borja esperaba pacientemente su turno. Ya conocía bien el lugar, no era la primera vez que lo visitaba, ésta sería la cuarta ocasión en la que se las vería con don Prudencio que tiene una profesión de esas que te hacen mucho daño, te cobran un buen dinerito y, a pesar de todo, te tienes que ir agradecido. “Cosas de la vida”, pensaba Borja. Tratando de no cavilar en lo que vendría después. Paseaba sus ojillos con curiosidad por todas las paredes de la habitación intentando encontrar alguna diferencia con respecto a las anteriores visitas, pero nada había cambiado. Allí, sobre el desvencijado sofá de falsa piel donde otro chiquillo de su edad no retiraba la mano de la de su madre, se encontraban todos los diplomas que acreditaban la alta pericia de don Prudencio en su trabajo. A izquierda y derecha de ellos los títulos que lo facultaban para el ejercicio de su profesión. En la pared de enfrente las típicas reproducciones de las murallas de la Alhambra en acuarelas adquiridas en alguno de los populares puestos ambulantes de la Alcaicería o alrededores, o tal vez, obra de un pintor famoso, ¡qué sabía él de aquello! Sobre la mesa del centro las revistas del corazón se peleaban con los suplementos semanales de un periódico de Madrid y unos pocos tebeos. Estaba mirando absorto una portada en la que aparecía un afamado futbolista, cuando la blanca mano de una muchacha hizo que Borja dejase de mirar la revista para seguir el brazo al que pertenecía la mano y llegar a la cara de la joven que estaba sentada frente a él y en la que hasta ese momento no había reparado. Al llegar a ciertos lugares, normalmente se va tan azorado que apenas se presta atención a las personas que allí se encuentran. Se saluda de modo apresurado e informal y se busca un asiento en el que hacer la espera lo más llevadera posible. Era guapa. Un sedoso y brillante cabello rubio le caía sobre los hombros a modo de haces etéreos de luminosidad casi estelar. Sus sonrosadas mejillas acababan en unos pómulos levemente prominentes sobre los que se asomaban un par de ojos de un azul casi verdoso, o de un verde casi azulado, como las aguas de un gran río cuando se funde con las del mar. Transitaban los ojos de uno a otro lado de la página del tebeo que acababa de tomar de la mesa y de vez en cuando la expresión de su cara dejaba ver el sentimiento que le producía aquello que estaba leyendo. Borja casi podía seguir el devenir de la historieta por los gestos que en su rostro mostraba la joven lectora. A Borja no le cansaba la contemplación de la belleza que tenía ante sí. El corazón comenzó a latirle más deprisa cuando ella alzó los ojos y, por un instante, los mantuvo fijos en la mirada de Borja. El esbozo de una sonrisa en los suavemente rosáceos labios de la chiquilla, hizo que Borja se sintiera un poco azorado y que notara un cierto fuego en sus propias mejillas, lo cual le hizo mecánicamente, desviar la vista de los ojos de ella y distraídamente recorrer de nuevo los cuadros y diplomas de las paredes sin poder evitar, de vez en vez, volver por una milésima de segundo su mirada hacia la chica de enfrente, tratando de evitar que ella se diese cuenta, pero ella lo seguía mirando. Había dejado de leer el tebeo y, con el desparpajo que dan los pocos años, observaba a Borja preguntándose con la mirada por qué los niños son a veces tan tímidos. Pasaban los minutos, parecían horas, y la situación no cambiaba. Borja empezó a notar que el calor de sus mejillas iba disminuyendo y poco a poco fue tomando conciencia de la situación, así que decidió pasar a la ofensiva. Aunque era tímido, su timidez no debía ser un obstáculo para poder responder a la desafiante mirada de la muchacha del pelo dorado. La miraría fijamente y con un gesto de los que él había ensayado ante el espejo en multitud de ocasiones, la haría caer rendida ante sus encantos. Se acicaló un poco el pelo y carraspeó. Al hacerlo se pasó la mano por el labio inferior. En ese momento volvió a la realidad y recordó por qué estaba allí. Intentó que ella no notara la ausencia de las dos paletas superiores que por cuarta vez había perdido en la enésima caída jugando al fútbol en el patio del instituto. Su disimulo de poco sirvió, la voz de la enfermera echó abajo todas sus ilusiones: –Anda, Borja, entra y te sientas. En un instante don Prudencio está contigo para arreglarte de nuevo las paletas. A ver si esta vez es ya la definitiva. Cuando abandonaba la sala de espera del dentista volvió a mirar a la muchacha de ojos azules y le pareció ver una cierta sonrisa burlona reflejada en su semblante. |