Cubierta del libro, diseño y realización de Manuel Vera

LA GACETA DE GAUCÍN

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Don Marcelo

     Un día me acerqué hasta la consulta de don Marcelo. Éste era un viejo rechoncho, arrugado y sabelotodo que se limitaba a recetar medicinas a los pacientes. Aquel día no había mucha gente en su consuta y por ello acabó pronto. Entré y le pedí que me contara alguna de esas historias que muchas veces he sospechado que las inventa, pero que nunca me he atrevido a decírselo. Don Marcelo aceptó mi petición y durante unos minutos empezó a recordar.
De pronto, como si una luz le hubiera iluminado su cabeza, exclamó:
―¡Muy bien, pequeña! Te contaré la historia de mi conquista. Ésta comienza así:
 "Un día, muy trempano
―¡Don Marcelo! ―Exclamé― no se dice trempano, se dice: ¡tem-pra-no!
―Gracias, pequeña, soy tan viejo que me faltan dientes para hablar pero, en fin, sigamos. ¿Por dónde íbamos?
―Íbamos, por un día muy temprano.
―Eso, eso, bueno, un día muy temprano, cuando aún no había cumplido los dieciséis, fui con Manolillo, ¡ay, Manolillo! ¡Pero qué apañao era!
―¡Otra vez, don Marcelo! ―Volví a exclamar― Que no se dice apañao, que se dice apañado, ¡hay que ser finos!
―Vale, sigamos. “Un día muy temprano, cuando aún no había cumplido los dieciséis, fui con Manolillo de excursión. El día anterior había llovido y el suelo aún estaba mojado. A Manolillo y a mí nos encantaba la aventura y siempre estábamos decididos a vivirla. Construimos una balsa con unos viejos troncos que encontramos. Nos dirigimos a la playa y cogiendo una servilleta a cuadros y un palo largo nos hicimos nuestra propia bandera. La colocamos y emprendimos el viaje ayudados por un par de remos, como comida llevábamos unas latas de conservas.
Pasaron unas horas cuando a lo lejos divisé tierra, entonces grité: “Tierra a la vista”. Manolillo saltaba de alegría, y cogiendo él un remo y yo el otro, nos apresuramos para llegar rápidamente a aquella tierra, que sería un pequeño islote de esos que ni aparecen en los mapas. Pasaron cinco minutos antes de que pisáramos tierra después de haber estado navegando casi toda la tarde. Seguidamente inspeccionamos la isla. Ésta era muy pequeña, no llegaría al kilómetro cuadrado.
Manolillo y yo nos quedamos sorprendidos. Había animales de toda clase, sobre todo aves e insectos. ¡uf!, sobre todo insectos, más grandes que los de aquí. Y aves de muchísimos colores, todas preciosas. Terminamos y, como no estaba habitada, decidimos ponerle un nombre, ya que aquella isla la habíamos descubierto nosotros o, al menos eso creíamos. Nos comimos un par de latas de sardinas mientras que pensábamos en el nombre que le íbamos a poner a la isla. De pronto se me ocurrió el nombre de: la isla de los “arcoiris”. Manolillo me preguntó por qué y yo le dije que por la cantidad de aves tan bonitas y de tantos colores que cada una parecía un pequeño arco iris. Él estuvo de acuerdo conmigo. Cogimos papel y lápiz e hicimos nuestro jurameto: “Juramos no decir nada a nadie de lo que hemos descubierto”.
Colocamos la bandera a cuadros. Después, algo tristes, embarcamos de nuevo en la balsa y emprendimos el viaje de regreso.”―concluyó don Marcelo su relato.
Cuando terminó, me quedé muy sorprendida y decidí decirle en su cara que esa fabulosa historia se la acababa de inventar, así que le dije:
―Pero, don Marcelo, ¿espera usted que yo me crea eso?
―¿Por qué no?
―¡Don Marcelo, que ya soy mayorcita!
―Bueno, piensa lo que quieras, pero te juro que es verdad.
―Nada, nada. Me voy ya.
―Bueno, pues hasta otra ―se despidió don Marcelo―. Espero verte de nuevo por aquí para contarte otra de mis aventuras.
Me despedí del médico y me vine hacia mi casa mientras pensaba: ¡pobre viejo, lo que más admiro de él es la gran imaginación que tiene!

Encarni Gómez Pérez.