Reciente
la celebración del Día de Difuntos, se me ocurre ofrecer
unas páginas sobre uno
de los temas más recurrentes en la poesía: el de la
muerte. Abarca densamente
todas las épocas llegando incluso a dar nombre a un tipo de
composición
medieval: Las danzas de la muerte.
Son antológicas las Coplas a la muerte
de su padre, de Jorge Manrique, conocemos la Elegía
a Ramón Sijé de
Miguel Hernández, el reto de don Juan reservando plato en una
cena al espectro
del Comendador, don Gonzalo de Ulloa, padre de doña Inés,
a quien había
asesinado, y la asistencia misteriosa de éste al ágape y,
sobre todo, en la
parte segunda del Tenorio, las escenas en que Don Juan se pasea por el
panteón
(mandado construir por su padre, tras su muerte, en el solar de su casa
como desagravio
a los asesinados por su hijo) dialogando retadoramente
entre las estatuas ,con ellas; y que pasa
por ser obra de
representación habitual en el Día de Difuntos. Al margen
de estos clásicos
tópicos, y tras recomendar la lectura del artículo
de Mariano José de Larra La
nochebuena de 1836, unas muestras
de hondo sentimiento que antologuen, como un ramillete variado, la
concepción
del binomio vida-muerte en algunos de nuestros más celebrados
poetas: Nos vamos al Renacimiento y Santa Teresa de Jesús ( Teresa de Cepeda y Ahumada 1515-1582) desde una perspectiva mística considera la muerte como el momento ansiado que facilita el paso a la verdadera vida, la del encuentro con Dios, este deseo en grado de ansiedad cimero contrasta con el rechazo medieval a la muerte, y con la serena aceptación, también por razón de fe, de don Rodrigo Manrique en las coplas de su hijo Jorge (1440-1479). Muero porque no muero
Desde la perspectiva del pesimismo
barroco, desconfianza en el hombre, escepticismo casi generalizado, nos
sirve
de modelo don Francisco de
Quevedo y Villegas (1580-1645) para quien la vida es
un fugaz y doloroso tránsito desde la cuna a la sepultura. Pero
no es
liberadora la muerte, sino un monstruo que acecha atormentando
permanentemente,
colofón brutal a una vida de falsedades, hipocresía e
injusticia universales
SONETO Fue
sueño ayer; mañana será tierra! Poco
antes, nada; y poco después, humo! Y
destino ambiciones, y presumo apenas
punto al cerco que me cierra! Breve
combate de importuna guerra, en
mi defensa, soy peligro sumo; y
mientras con mis armas me consumo, menos
me hospeda el cuerpo que me entierra. Ya
no es ayer; mañana no ha llegado; hoy
pasa, y es, y fue, con movimiento que
a la muerte me lleva despeñado. Azadas
son la hora y el momento que,
a jornal de mi pena y mi cuidado, cavan
en mi vivir mi monumento. Vivir
es caminar breve jornada, y
muerte viva es, Lico, nuestra vida, ayer
al frágil cuerpo amanecida, cada
instante en el cuerpo sepultada. Nada
que, siendo, es poco, y será nada en
poco tiempo, que ambiciosa olvida; pues,
de la vanidad mal persuadida, anhela
duración, tierra animada. Llevada
de engañoso pensamiento y
de esperanza burladora y ciega, tropezará
en el mismo monumento. Como
el que, divertido, el mar navega, y,
sin moverse, vuela con el viento, y
antes que piense en acercarse, llega
Moviéndose a
compás
como una estúpida El alma, que
ambiciona un paraíso, Voz que incesante con
el mismo tono Así van
deslizándose
los días ¡Ay!, ¡a
veces me
acuerdo suspirando Al ver mis
horas de fiebre Cuando
la trémula mano Cuando
la muerte vidrie Cuando
la campana suene Cuando
mis pálidos restos ¿Quién en
fin al otro
día, Cerraron sus
ojos (…). Despertaba
el día ¡Dios mío, qué
solos De
la casa, en hombros lleváronla
al templo, Al
dar de las Ánimas De
un reloj se oía ¡Dios mío, qué
solos De
la alta campana Del
último asilo, La
piqueta al hombro ¡Dios mío, que
solos En
las largas noches Allí
cae la lluvia ¿Vuelve el polvo
al
polvo? Más
tarde es Juan Ramón Jiménez (1881-1958)
quien, y a pesar de la exquisitez
que lo sitúa en su torre de marfil (dirigía su obra "a la
minoría
siempre"), concibe la muerte como el paso al olvido lleno de nostalgia
por
todo lo entrañable que deja. Admite la insignificancia del ser
humano: todo
seguirá igual al día siguiente a su ausencia. La
naturaleza se regenera y el
mundo continúa su curso girando al margen de los seres que lo
pueblan, somos viajeros de un tren que no
deja
memoria: el tiempo se encarga de irlo borrando todo. Hay nostalgia, no
doloroso
apego. EL VIAJE DEFINITIVO mi espíritu
errará,
nostálgico… Mi infancia son recuerdos
de un patio de Sevilla, Converso con el
hombre que siempre va conmigo Con la muerte de Leonor
desaparece el amor que alimentaba su
alma. Él también muere en vida:: Señor, ya me
arrancaste lo que yo
más quería Oye
otra vez, Dios mío, mi corazón clamar. Tu
voluntad se hizo, Señor, contra la mía. Señor,
ya estamos solos mi corazón y el mar.
Le ruega a su amigo José María
Palacio que vaya al cementerio del Espino, en Soria, a depositar unas
flores en
la tumba de Leonor: Palacio, buen amigo, ¿Tienen los viejos
olmos Aún las acacias
estarán desnudas ¡Oh mole del
Moncayo
blanca y rosa, ¿Hay zarzas
florecidas Por esos campanarios Habrá trigales
verdes, ¿Hay ciruelos en
flor? ¿Quedan violetas? Furtivos cazadores,
los reclamos ¿tienen ya
ruiseñores
las riberas? Con los primeros
lirios
Y también dentro de la generación
del 98, el pesimismo vital de quien cultivó las más
fragantes rosas poéticas,
de quien identificó poesía y música: Rubén
Darío (Félix Rubén García Sarmiento
1867-1916). En Lo fatal, muestra la vida como un
terrible equívoco que comienza con
la niebla del origen y
culmina con el pozo oscuro de la muerte. El vacío existencial de
su generación:
la muerte en vida.
Dichoso
el árbol que es apenas
sensitivo, y más la piedra
dura porque ésa ya no siente, pues no hay dolor
más grande que el dolor de ser vivo, ni mayor pesadumbre que
la vida consciente. Ser
y no saber nada
y ser sin rumbo cierto, y el temor de haber sido
y un futuro terror... Y el espanto seguro de
estar mañana muerto, y sufrir por la vida y
por la sombra y por lo que no conocemos y
apenas sospechamos, y la carne que tienta con
sus frescos racimos, y la tumba que aguarda
con sus fúnebres ramos, y no saber adónde
vamos, ni de dónde
venimos... |