Atardecer. Fotografía de Salvador Martín

LA GACETA DE GAUCÍN

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OPINIÓN

Cuando sea mayor.

Dentro de muchos años, espero, cuando yo ya sea mayor, podré pasear por mi ciudad tranquilamente, no me tendré que topar con los innumerables obstáculos que hoy en día me encuentro. Las calles estarán libres de socavones, vallas que te piden disculpas por las obras que se están llevando a cabo “para una mejora de la vida de todos los ciudadanos”, montones de arena que se amontonan sobre las aceras y contenedores de lo que cada uno quiera depositar que sirven par a eso: depositar lo que cada uno quiera. Ya habrán sido diez o quince veces las que he pasado por la misma calle con las mismas zanjas abiertas, como un cerdo en canal dejan las calles de mi ciudad cada vez que la compañía de teléfonos, de la electricidad o del gas, de la tele por el cable o de que sé yo que más, se le ocurre que hay que ampliar la cobertura o vaya a saber usted qué: “algo que beneficia al ciudadano de a pie”, mentira cochina, sólo beneficia a ellos, a los que más tienen y más quieren tener.
Y si no las compañías, están las autoridades, tras cada legislatura si cambian los del poder, también cambian las ciudades; lo que otro hizo antes, ahora ya no nos vale. Y las obras se eternizan, y todos salen ganando, todos menos tú y yo que somos los que pagamos. Con nuestros propios dineros ellos invitan al pueblo, lo adormecen y atontolinan como si todos fuesen memos: “que tristes y solos se quedan, solos se quedan los muertos”, algo así decía Bécquer, algo así ya no diremos, junto a las tumbas pasará un metro.
En cuanto mi hija mire su e-mail seguiré escribiendo esto que me sale a borbotones porque estoy un poco cansado, cansado del mangoneo, cansado de ineficacia disfrazada de gobierno, de tantas ineptitudes que fabrican los ineptos.
Pero no me he de preocupar, dicen las autoridades que a nuestra ciudad la van a dotar de un metro soterrado como sus hermanas mayores y, digo yo, para qué el metro, para qué el soterramiento,  si mi ciudad se cruza de este a oeste y de norte a sur en un tranquilo paseo, y el soterramiento se va a encontrar a cada paso con yacimientos arqueológicos que harán que se eternicen las obras, y que los muertos despierten.
Pero cuando sea mayor, espero, podré pasear tranquilamente por mi ciudad, sólo habrá una salvedad: no seré yo el que pasee, me llevará  una muchacha rumana, o checa, o sudamericana; irá empujando mi silla de ruedas porque yo, ya, no tendré fuerzas para mover mis piernas, y en algo habrá que invertir la pensión; al lado irá mi mujer, juntos iremos los dos, espero que ella vaya de un modo mejor que yo.
Mas, al fin, podré pasear por mi ciudad sin socavones, vallas, montones de arena, ni nada que entorpezca el suave deslizamiento de las ruedas de mi silla; no sé si me daré cuenta, quizás ya no sea consciente, pero la que me empuja y me acompaña podrá girarla por una calle y por otra, y por otra... mientras el soterrado metro o tren de cercanías o como lo quieran llamar dentro de no sé cuantos años, irá saludando a nuestros antepasados romanos, árabes, castellanos, que desde sus  tumbas los saludarán con un semblante enfadado por haberlos despertado después de tantísimos años; mas todo sea por el progreso, por la modernidad y el cambio, por no hacer lo que el otro, por no ser igual al tiempo que quiero serlo, y por no quedarnos atrás con nuestros pueblos hermanos.
¿Qué menos tengo yo que aquel que vive a mi lado?

Teodoro R. Martín de  Molina. Septiembre, 2004.