Atardecer. Fotografía de Salvador Martín

LA GACETA DE GAUCÍN

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OPINIÓN

EL ÁRBITRO.

En esta ocasión el movimiento de distracción se le notó demasiado y al árbitro no le ha pasado desapercibido el nuevo intento de camuflar la realidad haciendo recaer interesadamente lo ocurrido fuera de las lindes de su propia responsabilidad.  El árbitro se ha visto forzado a descalificar al marrullero, enviándolo al rincón para que durante cuatro años recapacite sobre todo aquello que no hizo bien. Este árbitro suele ser un tanto olvidadizo y, en ocasiones, no da mucha importancia a algunos aspectos poco claros del combate, pero, no obstante, suele tomar nota, y ni es tan distraído ni tan tonto como algunos piensan. Pasan los asaltos y, aunque los combatientes no lo aprecien, él va apuntando todo lo que ha sucedido en el tiempo que dura cada asalto.
Poco antes de producirse la descalificación pude ver la libreta de anotaciones en la que tenía recogidas las siguientes circunstancias: decretazo, no huelga del 20J, Gestcartera, Prestidge: hilillos de plastilina, cacerías, pescas y afines; guerra de Irak; Yakolev 42… Todo lo anterior aderezado de
grandes pisotones y pequeños cabezazos que estaban anotados con marcas menos visibles. La desinformación, manipulación y mentiras, impropias de un deporte de caballeros, también debieron influir de modo fundamental en la decisión del árbitro.
La pelea estaba resultando un tanto insulsa. En ella no se dirimían las cuestiones que al público le interesan y que es lo que el árbitro más puntúa al final del combate. Era un simple punteo de golpes: amagar sin llegar a dar, golpes de efecto. De los puños no salía nada que diera pistas sobre los grandes problemas que se debían dirimir en el ring: educación, sanidad, vivienda, fiscalidad, emigración, malos tratos, infraestructuras, política exterior, regeneración democrática… Un combate ante el espejo en el que cada contendiente amagaba sin llegar a dar y jamás terminaba de completar un crochet, un directo o un gancho, solamente perfilaban los golpes, nos presentaban un esbozo  de lo que podría ser, nunca cruzaron los guantes. La verdad es que con tanto boxeo de salón, la pelea se había ido igualando con el paso de los asaltos y la decisión se iba dilucidar por un escaso margen en favor de uno u otro.
Y en esas estaba el árbitro, dispuestos a emitir su veredicto solamente por lo que intuía, no por lo que había visto de ambos contrincantes, cuando en el último asalto se produjo el hecho determinante: el marrullero quiso, de nuevo, hacer uso de los muertos y los pretendió colocar en el lugar que más daño pudieran hacer al adversario. Pero todo el público se percató de la maniobra y el árbitro se vio irrevocablemente obligado a actuar según lo hizo.
El vencedor del combate debería tomar buena cuenta del desarrollo del combate que acaba de ganar, para no caer en la tentación de poner en práctica las malas artes exhibidas por su adversario. El árbitro, despistado, un tanto descuidado, sin hacerse notar mucho, de vez en cuando saca el lápiz y el bloc, y anota aquello que cree conveniente.

Teo
doro R. Martín de Molina. 15-Marzo-2004