LA GACETA DE GAUCÍN
UNA DE VERBOS.
Justificar: Verbo Transitivo. Demostrar una cosa con pruebas. Hacer que
algo resulte aceptable, oportuno, adecuado, etc.
Justificarse: Verbo pronominal. Usar determinados ardides para convecerse
a sí mismo y convencer a los demás sobre determinadas formas
de proceder.
Está claro que la segunda de las acepciones
no aparece como tal en el diccionario de la Real Academia y es un uso particular
que hago del verbo justificar. Al pronominalizarlo se convierte en pseudoreflexivo
y con ello “trato de justificar” las líneas que siguen, al tiempo
que “me justifico” por haberlas escrito.
La acepción académica es totalmente
necesaria dentro de un sistema democrático, en el cual toda persona
o institución está obligado, y debe estar dispuesto, a justificar
todas y cada una de sus actuaciones, ello conlleva la tranquilidad del resto
de los ciudadanos que no tienen una responsabilidad determinada por un
proceso electoral o de designación.
La vida cotidiana nos acerca con más frecuencia
a la acepción que me he permitido sugerir.
En esta sociedad que entre todos vamos construyendo
día a día, nos vemos obligados, con excesiva frecuencia,
a justificarnos de casi todas las decisiones que tomamos, por muy nimias
que éstas sean, ante nuestro entorno. Si esto no ocurre así
nos parece que perdemos parte de nuestro crédito entre los más
próximos. Está bien el justificar, pero el justificarse puede
que se parezca más a la excusa y a la mentira que a otra cosa.
El hecho de tener que justificarse implica, generalmente,
poseer una mala conciencia de nuestra actuación. Sólo precisa
de la justificación aquél que no se siente un ser libre en
su totalidad, el que está atado a sí mismo y a sus propias
mentiras. Aquél que actúa de acuerdo con su conciencia y su
libertad no precisa justificarse a cada paso; aunque se equivoque, la verdad
siempre lo respalda.
No son pocas las ocasiones en las que parte de uno mismo la necesidad
de la justificación: ¿no será que no estamos satisfechos
con nuestro modo de actuar? Entonces tenemos la imperiosa necesidad de
justificarnos para evitar que los demás se den cuenta de las verdaderas
razones que nos llevaron a actuar de esa determinada forma; para ello
recurrimos a las justificaciones más inverosímiles, con el
único fin de evitar que los demás conozcan los verdaderos
motivos de actuación. Si, además, en este tipo de justificaciones
utilizamos el desprestigio de personas o instituciones que difícilmente
van a tener conocimiento de ello, ni entrar al trapo de la provocación,
mejor que mejor.
“He tomado esta decisión no por lo que todos
pensáis, sino porque esto, eso y aquello me ha obligado, ¡qué
más hubiera querido yo no actuar así!, pero las circunstancias
anteriores, y que todos conocéis mejor que yo, me han abocado a
ello”. Con frases de este tipo quedamos como los auténticos salvapatrias
que somos, al tiempo que echamos una paletada de fango en la fachada del
vecino o institución de turno y que, a ojos de nuestros conocidos,
no resultan demasiado cómodos. Entre las gentes de nuestro entorno
(los de nuestra cuerda) quedan nuestras fachadas inmaculadas e impecables,
no porque lo fuesen de por sí, sino por el contraste con las que acabamos
de manchar. En ocasiones hay algunos que no entienden nuestras justificaciones
y estos son aquellos que, a pesar de nuestros intentos por camuflarnos,
se quedan con una imagen mucho más próxima a la realidad.
Esas serán las próximas fachadas a manchar: para que aprendan.
Las personas que usan de este tipo de justificaciones
son las dañinas, son aquellas que precisan del desprestigio de otros
para suplir la falta de argumentos ante los demás sobre sus propias
decisiones, argumentos o explicaciones que, por otro lado, ni siquiera
se le han pedido.
Por suerte no son muchas las personas que nos encontramos
de esas características, pero sí hay algunos “personajes”
que solamente son eso: fachadas. Si eliminamos un poco la capa de maquillaje
que los recubre y profundizamos un poco, sólo un poco, no hace falta
profundizar en demasía, descubriremos cuales son las mimbres sobre
las que se sustenta el cesto de su personalidad: afán de protagonismo,
intereses personales, y en el centro del cesto el ego: yo ante todo y por
encima de todos. Ante una apariencia altruista, desinteresada y, en no pocas
ocasiones, paternalista se esconde una urdimbre de intereses poco confesables
que se anteponen a todo y a todos.
No les importa arrastrar consigo a aquellos que, guiados por su buena
voluntad y su falta de rigor al analizar los hechos, se posicionan a su lado;
estos son la coartada perfecta para que la justificación tenga visos
de credibilidad: “son muchos los que piensan como yo”, suelen decir. Tampoco
les importa que a su lado vivan unos “locos bajitos”, como decía Serrat,
que todo lo observan, todo lo aprenden y que cuando crezcan, o quizás
mucho antes, repetirán los patrones que han visto de sus mayores:
¡cuánto daño se les hace! De un modo, tal vez, inconsciente
los van formando y adoctrinando en el egoísmo, la hipocresía
y el engaño.
Bueno sería tratar de evitar este tipo de justificaciones, con
ello se ayudaría, en algo, a erradicar de la sociedad hábitos
tan poco democráticos como los que la susodicha justificación
conlleva. La sinceridad, el respeto y la consideración para, y con,
los que nos rodean, deberían ocupar un lugar preferente en nuestro
modo de actuar cotidiano. No sería un mal ejemplo para los que aún
creen en nosotros.
Es éste un tema sobre el que todos los que, de una u otra forma,
servimos de referente a los niños y jóvenes debemos estar alerta.
Desde los maestros a los representantes municipales, pasando por los monitores,
animadores o responsables de grupos, sin olvidarnos de los padres, todos
aquellos que en algún momento somos espejo en el que aquellos se miran,
debemos procurar evitar en lo posible el justificarnos, lo cual no implica
que dejemos de justificar nuestras decisiones cuando nos sea requerido.
Teodoro R. Martín Molina. 2001