LA GACETA DE GAUCÍN

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narrativa        

Teodoro R. Martín de Molina
 

Un Cuento de Navidad

Habían sido amigos desde la infancia. Fueron juntos al colegio y allí aprendieron a amar las artes. A uno le dio por la literatura. Pasaba los días leyendo todo lo que caía en sus manos. Disfrutó con la novela y cayó rendido a la poesía. Otro sintió desde pequeño –desde que estaba en el vientre materno, decía con frecuencia– fervor por la música. Se quedaba extasiado junto al piano mientras su madre arrancaba nota tras nota, acorde tras acorde, la melodía escondida en los extraños símbolos de las partituras. Aprendió a tocar diversos instrumentos. Sus profesores le ayudaron a perfeccionar lo que su inclinación natural ya había hecho grande. Al tercero, aquel maestro de aire distraído, que con cualquier motivo, o sin él, llenaba la pizarra de dibujos de colores que parecían quererse salir del encerado, lo inició en el amor a los pinceles, las ceras, los lápices, el carboncillo, las acuarelas o el óleo. Todos los ahorrillos que conseguía pronto pasaban a manos del dueño de la librería en la que conseguía sus blocs de dibujo, el papel para las acuarelas o los lienzos que él mismo se encargaba de colocar en un bastidor hecho con listones que les daba el carpintero del pueblo.

De jóvenes solían reunirse en las afueras. Era un caserón abandonado. Allí platicaban de sus inquietudes y comentaban sobre sus últimos trabajos en cada una de sus parcelas. Siempre quedaban las tardes de los sábados, si el tiempo lo permitía.  Uno sacaba una libreta en la que llevaba escrito algún poema dedicado a una de las muchachas del pueblo, a un edificio, o sobre alguna idea que rondara por su cabeza. Otro sacaba la flauta de debajo de su jersey interpretando a sus amigos la última melodía que había conseguido aprender. El tercero abría su carpeta azul y dejaba boquiabiertos a los demás con la figura de cualquier ave del entorno o lo que él decía que era la representación de la amistad plasmada en tres trazos de colores diversos flotando en una nube anaranjada que los unía.

Pasó el tiempo y cada uno de ellos tuvo que emigrar por motivos diversos a diferentes lugares. Seguían manteniendo una relación por medio de la correspondencia y procurando estar al tanto de sus inquietudes artísticas, pues en eso quedaron sus anhelos juveniles ya que, en verdad, ninguno de ellos pudo dedicarse al ejercicio de una profesión que tuviese algo que ver con sus inclinaciones. Había que sobrevivir.

A pesar de la distancia no perdieron el contacto totalmente y así, podía llover, tronar, caer chuzos de punta, hacer un frío que congelara el pensamiento, soplar un viento huracanado; podían confluir y confabularse al mismo tiempo todos los dioses del Olimpo que se encargan de fastidiarnos el día, desde Eolo a Poseidón, ante la mirada cómplice del propio Zeus; nada de ello era óbice para que el grupo de amigos acudiese cada solsticio de invierno a su anual cita para tratar de poner en común sus nuevas ideas, aquellas que les habían sobrevenido a lo largo de los últimos 365 días.

Cada año se repetía el encuentro. El lugar donde tantas veces se reunieron de niños, convertido en una casita rural, siempre era el sitio escogido por los amigos. El novelista aficionado con alma de poeta, un músico callejero de violines atrapado en los agujeros de una flauta y un acuarelista circunstancial en su lucha con el óleo, olvidaban por ese día sus alienantes profesiones para volver a lo que en sus años mozos hacían con tanta devoción. De estas reuniones siempre habían surgido maravillosos poemas musicados con tenues colores. El narrador olvidaba ese día la narrativa y construía cada año el más bello poema que jamás pudiera haberse leído. El músico hacia vibrar la lengua y los labios en la flauta para que sus dulces notas acompañasen en el aire las palabras del poema. El pintor, abandonada la paleta, echaba mano del agua y los pigmentos etéreos para que su ilustración no desentonara con los sonidos salidos de la flauta que tan buena compañía hacían a las palabras emitidas con gravedad por las cuerdas bocales del siempre aprendiz de escritor.

El tema recurrente: la Navidad. Siempre era el mismo, mas siempre era distinto. Cada uno de los artistas, permanentemente en ciernes, se estrujaba el cerebro para que nada tuviese que ver la creación de este solsticio con las del pasado o con las que quedaran por venir. Los poemas unas veces estaban cargados de figuras, “Níveo resplandor/que en hilos de oro sonríes llorando/permite a este ciego hablarte callando/mientras que mi alma te canta en silencio/haz que tu mirada levante este párpado/… ”; en otras ocasiones en la sencillez de sus palabras, en el fácil fluir de los pensamientos estaba su fuerza, “Humildes pastores/unid vuestras manos/venid presurosos/dejad los rebaños/ha nacido el Niño…” Los sones de las melodías que salían de la flauta siempre envolvían el aire del lugar arrullando el ambiente como si de suaves trinos y gorjeos se trataran. La acuarela de leves trazos y evanescentes colores conseguía plasmar en tenue imagen la belleza de las palabras y el melodioso sonido de las notas musicales. Armoniosa concatenación de las tres artes. Al acabar el encuentro, cada amigo se llevaba el trabajo de uno de los otros; así, unas veces el pintor guardaba en su carpeta el poema, el poeta ponía en su bolsillo la cinta con la melodía y el cuadro lo colgaría el músico en la pared de su estudio; otras, era el pintor el que guardaba la música mientras que el músico se llevaba el poema y el poeta pondría en su despacho la acuarela de esa Navidad… En la Nochebuena lo compartirían con sus respectivos familiares.

Pasaron los años. El destino inexorable fue haciendo imposible la reunión de los amigos. Uno se fue una primavera tras los cantos de pajarillos celestiales, otro sucumbió subyugado por la variedad de colores que el atardecer de un frío otoño le ofrecían desde las alturas, al tercero, la tinta de su pluma se le diluyó un verano a la orilla del mar infinito que a lo lejos hace de entrada al firmamento. Pero todos los inviernos, cuando el día es más corto y la noche más larga, cuando la Navidad está a la vuelta de la esquina, dicen los lugareños que desde el interior de la casita rural se oyen murmullos de gentes que afinan voces, instrumentos y colores. Que una de las habitaciones se ilumina levemente con un arco iris imposible, al tiempo que suaves palabras que no se llegan a entender pero que transmiten una paz infinita se oyen acompañadas de una dulce melodía que diríase la produce un querubín con un híbrido de violín y flauta.

 


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