LA GACETA DE GAUCÍN

mis alumnos


RETRATO DE UNA JOVEN

 

 

            En no pocas ocasiones he escuchado, soportando impertérrita a los visitantes que pululan por mi sala, cómo alguno de ellos comentaba que, seguramente, no puede existir un trabajo más tedioso que el de vigilante en un museo -si acaso, matizan, no le anda a la zaga el empleo de socorrista durante los meses veraniegos, pero con éste, al menos, se consigue un buen color, y se liga más.

            Yo estoy convencida de que se equivocan: nada es más aburrido que ser vigilado en un museo. Días enteros aguantando flashes y comentarios variopintos, sin poder jamás agradecer los cumplidos, ni responder a los insultos, sin relajar nunca un músculo. Ni descansar por la noche, con las cámaras de seguridad instaladas por doquier, nos está ya permitido. Creedme cuando os digo que es mortalmente fastidioso: llevo expuesta aquí más de cien años, y sé de lo que hablo.

           

            Los primeros años de mi vida, colgada en la lóbrega casa solariega de unos marqueses toledanos como el retrato predilecto de una antepasada olvidada, no fueron malos. Puede que mis dueños no almorzaran a diario -era divertido ver el boato que exhibían ante sus raros invitados, y que les costaba largos meses de pan y agua posteriores-, pero cada año encontraban la manera de bañarme en capas de barniz protector, que, junto con la humedad de los muros y el humo de los cirios, consiguieron volverme lúgubre y enigmática.

            Tampoco lo pasé mal durante mi cautiverio en tierras galas, tras mi secuestro por los soldados napoleónicos. Tras décadas de inmovilidad, la excitación de la huida en un carromato renqueante, con el viento levantando la lona que me cubría, permitiéndome vislumbrar los parajes que atravesábamos mientras la lluvia me salpicaba, aún no tiene parangón con ningún otro acontecimiento de mi larga vida. No fue traumático pasar de las tinieblas de mi austero hogar castellano al refinamiento del castillo renacentista al que me trasladaron, con vistas exquisitas a un pequeño lago artificial rodeado por laberínticos jardines. Tampoco me costó acostumbrarme a los piropos encendidos de mis nuevos dueños y de sus elegantes amigos, que galantemente ensalzaban mi belleza mediterránea, para seguir después trazando planes de conquista territorial o amorosa bajo mi mirada cómplice y silenciosa. Por desgracia, los años felices de mi juventud francesa tocaron a su fin cuando los últimos miembros de la familia que me poseía, que con los años había corrido la misma suerte que la de mis primeros dueños, resultaron ser más pragmáticos que éstos, y se deshicieron de mí en una fría subasta.

            Ahora luzco en una de las salas principales de un museo pequeño pero prestigioso, bajo una luz favorecedora -una ya va teniendo su edad, pese a que, al retirarme los velos centenarios de barniz barato, mi tez luce casi tan radiante como cuando fui pintada. El folleto del museo me menciona como una de sus cuadros de obligada contemplación. Retrato de una joven, me llamaron, en un alarde de originalidad bautismal sin precedentes. Los críticos, los visitantes, todos alaban la maestría de mi genial autor, la delicadeza de un rostro y el misterio de mi media sonrisa, el gesto sereno de mis manos. Tenía todo lo que un retrato pudiera desear, y... sí, me aburro desesperadamente. Los días me parecen idénticos. Nuevos ojos que me observan, iguales a los de ayer; susurros de fascinación que en nada difieren a los de días pasados; el eterno retorno, la vida en el museo.

            Con todo, debo confesar que lo peor no es el tedio de vivir permanentemente vigilada, sino la visión perenne de tres cuadros que penden de la pared de enfrente. Dos de ellos son bodegones florales, inofensivos, que al menos me recuerdan las guirnaldas que adornaban mi castillo francés durante las grandes fiestas de antaño. El tercero es una Venus escoltada por un musculoso joven que se inclina lascivo hacia ella, y por dos amorcillos retozones. Muy inferior a mí en técnica, en calidad y en hermosura. Sus miembros semidesnudos son desproporcionadamente largos; su rostro, decididamente vulgar, y no se sabe siquiera quién la pintó. Una obra menor a la que nadie se detiene a admirar, teniéndome enfrente a mí, la joya indiscutible de la colección. Sin embargo, tras años confinada en la soledad dorada delimitada por mi marco, mi desprecio inicial se tornó poco a poco en profunda envidia, condenada como estoy a ser testigo eterna de su dicha mundana, mientras ella, burlona, me sostiene la mirada con descaro.

 

            Fue entonces cuando una mañana, antes de abrir el museo, una conservadora se detuvo ante mí y me examinó con extrañeza durante un buen rato.

            - Julián, ven aquí y mira a “la Niña”. ¿Pues no es bueno que parece como si estuviera enfadada?

            - Yo no veo nada raro, Isabel.

            - ¿Que no...? Ten, mira el catálogo... ¿Ves la foto? Lee aquí: “La sonrisa de esta bella desconocida, que frecuentemente ha sido comparada con la de la Gioconda...” ¿Tú ves que esté sonriendo?

            - Pues no, la verdad es que más bien parece disgustada por algo... Serán cosas de la última restauración, que la dejó tan blanquita... Ven, Enrique; ¿no crees que “la Niña” está distinta?

 

            Desde ese día, mi vida ya no es la misma. Saco la lengua disimuladamente a los niños que me miran embobados; frunzo el ceño momentáneamente o arrugo la nariz mientras alguien se prepara para fotografiarme, para después posar tan impasible como siempre. Hasta vinieron a grabar un documental sobre mí, sin poder desvelar si, como se rumorea, “la Niña” cambia su expresión facial a voluntad, y sin esclarecer cómo explicaría la ciencia este fenómeno.

            Ya no me aburro. No sé cuánto durará esta diversión, pero, si se me agota, la próxima vez quizás salga de mi marco y me acerque a conocer en mayor profundidad al galán de enfrente, con el que he entablado últimamente un discreto diálogo de guiños, para mayor enojo de la Venus, que cada día está más fea, y más furiosa.

 

            Cecilia Díaz Marín

 

            ceciliadiazmarin@hotmail.com


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