Atardecer. Fotografía de Salvador Martín

OPINIÓN

 Reencuentro

 

Han sido casi dos meses de relax, de mucho relax. Hoy 11 de septiembre en el que al parecer hay tanto que conmemorar: bueno, malo y peor, a lo largo y ancho de todo el mundo, me pongo de nuevo delante del ordenador para tratar de hilvanar cuatro líneas más o menos conexas y que me sirvan de reencuentro con esta sección de opinión de La Gaceta que parecía tener olvidada.

Habrá que desengrasar las articulaciones de los dedos y las neuronas para ir dándole forma a lo que de un modo no muy preciso ronda por mi cabeza.

No sé si dedicar este rato de escritura a comentar la labor del gobierno o a flagelarme con la de la oposición o, simplemente, tirar por la calle de en medio y hablar de otro reencuentro que también he tenido en estos pasados días. Quizás me decante por esto último, de los otros ya habrá tiempo para derramar chorros y chorros de tinta ordenadoril, pues raro es el día que no nos dan motivo para ello.

            Después de tan prolongada estancia en La Alpujarra, algo a lo que ya estábamos desacostumbrados, pues no lo hacíamos desde que los niños se dejaban manejar a nuestro antojo, nos pareció bien pasar unos días por tierras de más al sur, más cercanas a mis orígenes, y hemos estado la primera semana de septiembre al amor del levante del Estrecho para acabar recalando al pie del castillo del Águila.

            Hacía siglos que no leía en la carretera los indicadores de San Enrique de Guadiaro, Taraguilla, Estación de San Roque…, aquellos que de niño contemplaba extasiado desde la empresa Comets o veía pasar como una “exhalación” cuando iba de paquete en la “silenciosa” con don Mario, deseando de llegar a Algeciras o a La Línea. Ya no está el puesto de control de El Toril, ni existe la verja que nos impedía la entrada a Gibraltar; sin embargo, siguen las playas del Rinconcillo o de la Atunara, bien que ya en ellas no se ven sacar aquellas redes llenas de caballas, sardinas, lenguados y todo aquel exquisito pescado que proporcionaba la bahía. Hoy, las causantes de tal esquilme, las humeantes torres de la central térmica y de la refinería de San Roque compiten con sus enemigos los aerogeneradores que se dejan ver al cruzar por Manilva o que tanto abundan en la otra parte del Estrecho. Es el tributo de la naturaleza al progreso que no sabemos hacia dónde nos llevará.

            Y en mi pueblo, en Gaucín, reencuentro con la fiesta del Santo Niño. Sentí un cierto cosquilleo cuando la antevíspera me volvía a sentar en la terraza del bar de Antonio Molina, hoy bar el Puente, y junto a mi mujer y a algunos de mis hermanos disfruté de las vistas que desde allí se contemplan, de la tranquilidad del lugar y de las buenas tapas que en la cocina prepara con primor la mujer de José, uno de los hijos de Domingo Prieto. La verdad es que no pudimos disfrutar de la compañía de paisanos, pues en las mesas contiguas eran guiris los que nos acompañaban. Dicen que este verano ha sido más que notoria su presencia en el pueblo. Parece ser que la crisis hace que muchos recalen en lugares donde resulta económico disfrutar de tantos y tantos encantos y placeres.

Había ojeado el programa de las fiestas y había vuelto a leer aquello de “diana floreada por las calles de la población”. Tenía ganas de ver a la banda de música del pueblo animando al personal por la mañana temprano con sus alegres notas de pasacalles, marchas y pasodobles. Y tuve la suerte de toparme de frente con los jóvenes músicos que con no poco arte caminaban en filas haciendo las delicias de todos los que los escuchábamos. Recordé mis tiempos de niño cuando junto con toda la chiquillería del pueblo íbamos detrás de los músicos mientras Joselito o Gabrielito “Pantostao” los dirigían usando como batuta una de las varillas de los primeros cohetes que reventaban en el azul cielo gaucinense. Ahora los niños ya no van detrás de los músicos venidos de fuera, por fortuna ellos son los propios músicos, también por fortuna, nadie tomó el relevo de José o Gabriel. Los escuché durante un rato, como íbamos en direcciones opuestas no sé si terminarían, como antiguamente, en el bar de la Plaza tomando chocolate con churros.

Por la tarde asistimos a la bajada de las imágenes de San Juan de Dios y del Santo Niño desde el castillo hasta la iglesia. Esperamos a la puerta del cementerio donde el sacerdote hizo un responso por todos los difuntos del pueblo y especialmente por los que nos dejaron este año. No soy de los más devotos, pero el reencuentro con las imágenes a la entrada del cementerio sí me produjo cierta emoción, emoción que dejó de aflorar en el momento en el que al compás de la música las hicieron moverse en un vaivén acompasado que, desde mi punto de vista, tiene más de folklore que de rito religioso, no entiendo muy bien el significado de todas esas demostraciones, de mi época de niño no recuerdo nada parecido a eso.

A la salida de misa me reencontré con Paco “Molinillo”. Más de cuarenta y seis años sin vernos, desde que él se fue a Barcelona. Memoria prodigiosa. Estuvimos recordando a nuestros compañeros de juegos y fatigas con los que también hace tantísimo tiempo que no coincidimos: Antonio Cantizano, mi amigo del alma, Jesús Rojas “Alozaina”, Joselito Nieto, Mendoza, el Liniero… En la verbena volvimos a encontrarnos y volvimos a evocar aquellos tiempos y a aquellos amigos de infancia mientras que en el escenario una estupenda orquesta hacía bailar como trompos a todos los concurrentes. No faltaron un par de pasodobles bailados con mi mujer con las mismas ganas que cuando junto a otro nos acercábamos a hacer aquello tan memorable que era lo de “partir pareja”, esperando que las elegidas se dignasen a dejarse llevar por nuestros brazos por los alrededores de la farola de la plaza.

Como veréis hoy he metido de rondón estos parrafillos que no sé muy bien si pegarán o no en esta sección, pero una vez es una vez y “una casera para ocho” que pedía un rumboso al camarero de la plaza en aquellos tiempos.

 

Teodoro R. Martín de Molina. 11 de septiembre de 2012

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