Prohibiciones
Somos polémicos. Nos gusta la polémica, y si no existe nos la inventamos. Algo así parece estar sucediendo en todo lo referente a las prohibiciones que están surgiendo sobre el uso de determinadas prendas propias de los musulmanes. Todo comenzó en el instituto de Pozuelo de Alarcón donde su Consejo Escolar decidió prohibir la entrada al mismo a una alumna que llevaba en su cabeza, cubriéndole el cabello, el hijab. A los pocos días en una ciudad valenciana fue un colegio de religiosas, que probablemente den sus clases con el cabello cubierto por un manto o una toca bastante parecida al velo islámico, donde prohibieron a unas adolescentes entrar en clase porque mostraban más de lo, al menos para ellas, recomendable. No hace mucho existían, quizás aún existan, otros colegios en los que a las alumnas se les obligaba a usar velo para entrar en la capilla. En lo poco que sé y que he visto no creo que el uso del velo islámico, en sus distintas modalidades, vaya más allá de una costumbre arraigada en algunos sectores musulmanes que entienden así las recomendaciones que en alguna de las sunnas del Corán les hace el Profeta. Es evidente, si nos fijamos en los países islámicos más próximos a nosotros, que la variedad de interpretaciones que tiene los musulmanes de entender estos consejos es variada y variopinta, pues van desde el burka al hijab pasando por otras modalidades de uso del velo que conllevan cubrir una mayor o menor parte del cuerpo de la mujer –también del hombre (chilabas, turbantes, palestinos…)–, hasta la ausencia total del mismo en muchas mujeres –y hombres– que adoptan la forma de vestir occidental sin hacer caso para nada a las recomendaciones coránicas. Supongo que al igual que entre los católicos, judíos, budistas o cualquier miembro de cualquier otra religión, los habrá más fundamentalistas y más permisivos o transgresores y que el uso de distintos atuendos estarán más relacionados con las costumbres de la zona, las familias o la pertenencia o no a determinadas comunidades, grupos étnicos o congregaciones, incluso con el clima de la región, que con las prescripciones religiosas en general. Partiendo del hecho de que es bueno y conveniente que los que van o vienen a otros países traten de adaptarse en lo posible a las costumbres del lugar al que se llega –donde fueres, haz lo que vieres–, no es menos cierto que el país de recepción también debe de ser compresivo dentro de lo que es una lógica normal con las costumbres de aquellos que han decidido vivir con nosotros, sobre todo si esas costumbres en poco o en nada atentan contra las propias del país de recepción. Aprovechando que algunas de esas costumbres en el vestir pueden impedir la identificación de la persona que las usa, en Cataluña sobre todo, se ha extendido la fiebre de la prohibición del burka y el velo integral (niqab), de modo que la escasa docena, según los medios, de mujeres de origen musulmán que los usaban, tendrán prohibido su acceso a dependencias municipales con dicha indumentaria. Es como si se prohibiese el uso del casco o el pasamontañas para acceder a dichas dependencias, algo que está fuera de toda lógica puesto que es evidente que si alguien pretendiese entrar, por ejemplo, en el ayuntamiento de cualquier ciudad no pasaría del primer control de esa guisa, pues lo mismo se podía haber hecho con las personas que llevasen indumentaria musulmana que no permitiese su identificación, sin necesidad de acudir a decretos y acuerdos de pleno en los que se adoptan decisiones obvias y que en nada favorecen al clima de convivencia entre las distintas culturas que viven en nuestras ciudades y que, queramos o no, cada día será más común en todo el territorio nacional como ya ocurre en la inmensa mayoría de los países occidentales, en los que se legisla y en los que no se legisla al respecto. A nosotros esto nos viene de lejos. Sería un extranjero, el marqués de Esquilache, el que trataría de acabar con el uso de una prenda tan de moda en el siglo XVIII como la capa española para evitar el uso que del embozo de la misma podían hacer algunos aprovechados con el fin de delinquir sin ser reconocidos. Aquella prohibición fue la gota que colmó el vaso de la sufrida ciudadanía dando lugar al motín del mismo nombre que el ministro de Carlos III y que estuvo a punto de poner en peligro la propia figura real. Hoy son los españoles los que tratamos de legislar en contra del uso de determinadas vestimentas usadas, fundamentalmente, por algunas mujeres extranjeras y que esperemos no soliviante mucho a la ciudadanía próxima a ellas, de modo que no dé lugar a motín alguno por parte de nadie. No tenemos que remontarnos tanto en el tiempo para recordar como nuestras abuelas, las mujeres mayores de nuestros pueblos, hacían uso de sus pañuelos, pañolones, mantones, toquillas y tocas, en los días de verano porque decían que les evitaban el sofoco y en los de invierno porque les evitaban el frío, o simplemente porque era su deseo el cubrirse el cabello y parte del rostro por motivos diversos y que a nadie les interesaban. Y ellas, como las monjitas y los sacerdotes que hemos visto y seguimos viendo por todas nuestras ciudades, siempre utilizaron y utilizan sus vestimentas y sus hábitos de modo voluntario, por convencimiento propio o por la aceptación de las normas a las que les obliga la pertenencia a una determinada congregación, no impuestas de un modo vejatorio como, para excusar su intransigencia, tratan de presentarnos las prohibiciones tan en boga en estos días aquellos que las alientan. Tanto unas como otras eran y son modas que poco a poco se fueron perdiendo o se perderán, bien porque importamos otras de los países de nuestro entorno o porque por sí solas van decayendo dando lugar a otras nuevas que con el paso del tiempo también caerán en desuso por unos u otros motivos, sin necesidad de que se dicten bandos ni se tomen acuerdos plenarios en los que se prohíba el uso de determinadas prendas. En ocasiones este tipo de prohibiciones suelen tener el efecto contrario al deseado. Como anécdota baste recordar cuando en tiempos del “generalísimo” alguna autoridad del régimen prohibió el uso del bikini (prenda de baño de dos piezas rezaba la prohibición) en algunas playas españolas. Muchas mujeres, atrevidas que son ellas, se quitaron la parte de arriba, original modo de dejar de usar el bañador de dos piezas. Como se ve, podemos prohibirlo todo si nos apetece, tanto lo mucho como lo poco, y como en tantos otros casos nos movemos por los extremos sin intentar la búsqueda del término medio en el que dicen que está la virtud.
Teodoro R. Martín de Molina. 21 de junio de 2010 |