PACO.
Cada mañana bastante temprano, un personaje muy significativo
se podía ver en la puerta de la iglesia. Era un viejecito que pedía
limosna, aunque nunca recibiese mucha cantidad.Era bastante regordete, de mirada triste. Parecía como si nunca hubiese estado sobrio. Su cara estaba arrugada, mugrienta; el pelo blanco de su barba asomaba pequeño de entre su piel. El color oscuro de su rostro no permitía prácticamente ver sus labios disminuidos y arrugados por el paso del tiempo. La nariz chata y arrugada, como el restote su cuerpo. No reía nunca, su rostro era apagado y su voz gangosa. Andaba con pasos lentos y pausados. Se enfurecía cuando los más pequeños del pueblo la cantaban una canción a propósito para él. Hace tanto tiempo que no se le ve y que no se ha vuelto a cantar esa canción , que casi se ha borrado de mi memoria. La saliva caía de su boca mojando los labios hasta llegar, en un hilillo imperceptible, a tocar con el suelo. Iba siempre vestido con ropas andrajosas, pantalones atados con una cuerda de esparto a la cintura, el falso caído y muchos zurcidos, una camisa blanca con tantas manchas que daba el aspecto de beig oscuro, con tantos remiendos y zurcidos como el pantalón. Un chaleco a rayas, sucio y maloliente, con los botones caídos y los ojales rotos, las mangas de la camisa sobresalían por entre las de la chaqueta, chaqueta gris con muchísimos parches, la solapa rota y descosida. Sus manos sólo le servían para tenerlas estiradas esperando a que cayera en ellas las pocas monedas que le arrojaban. En sus blancos cabellos, despeinados, se veían los años que pasaban por él. Sus zapatillas, como toda su vestimenta, eran viejas y rotas, sin cordones y sucias. Sus calcetines cortos y con agujeros, dejando ver un poco de pierna. El sombrero igual que todo él: sucio, grasiento y viejo. De este viejo andrajoso se decía que a nadie tenía y que nada había en él, pero, creo yo, que como todo ser en su corazón sentimientos debía haber. Un día, como tods, se esperaba verlo enla puerta de la iglesia, sentado y con las piernas abiertas, pidiendo una limosna, pero no apareció. Se decía que en un pueblo, de tantos que recorría, había muerto. Había desaparecido de su pueblo natal. Poco después se supo que se encontraba, abandonado de todos menos de los que lo recogieron, en una residencia y deseando, como cualquier persona, un poco de amistad. Mª José Gámiz. |