Era Patapalo. Salvador Martín

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Dentro del concurso de narraciones y carteles "Inventa una historia" promovido por la Junta de Andalucía con el objetivo de potenciar las actitudes positivas hacia la igualdad de sexo y la solidaridad, Manuela participó, junto a otros muchos niños andaluces de educación primaria, con este cuento. Las veinte narraciones finalistas, entre la que se encuentra la de Manuela, fueron editadas en un volumen titulado "Cuentos de niños y de niñas", por el Instituto Andaluz de la Mujer y la Dirección General de Atención al Niño, en el año 1994.
El tema es de ayer y de hoy y, por desgracia, parece que será eterno.


SOLIDARIDAD ENTRE LAS PERSONAS.

Misionero. Qué bella palabra, ¿verdad? Ayudar y dar apoyo a muchas personas que lo necesitan.
De mayor, cuando crezca, me gustaría ser misionera para dar todo mi cariño a muchas personas que lo necesitan. A todos esos pueblos que necesitan nuestro apoyo y solidaridad, para que puedan salir de todos los trances en que están.
En el mundo, muchas, muchísimas personas mueren a diario porque no les damos nuestro apoyo ni el suficiente amor que necesitan y, muchas veces, me pregunto ¿por qué? ¿por qué hay tantos límites y fronteras en el mundo? ¿es que acaso no somos iguales? ¿o lo que pasa es que las personas que necesitan ayuda no tienen derecho a recibirla?
No lo sé. Mi mayor deseo sería que nuestro mundo estuviera unido, que compartiera sus deseos, sus opiniones, sus cosas. Como un niño comparte su pelota o sus juguetes con otros niños...

He crecido. Mi sueño se ha hecho realidad. Soy misionera. Ahora puedo dar cariño. Apoyo y solidaridad a todas esa personas que lo necesitan. Gente humilde que todos los días tiene que trabajar muy duro para poder sobrevivir.
Me han enviado a Zimbawe, un pequeño país situado en África del Sur. En Zimbawe tendré una pequeña escuela, sí, eso, un lugar en el que poder educar a muchos niños, para que de mayores puedan ser algo en la vida y puedan ayudar a personas como ellos.
Me he hecho muy amiga de todos los habitantes de este pueblo y ellos han aprendido a quererme. Hemos cultivado una pequeña huerta detrás de la pequeña iglesia que tenemos, porque aunque somos pobres (me considero una de ellos), tenemos nuestra iglesia, donde rezamos para pedirle a Dios, el creador del universo, que nos dé su ayuda.
La mayoría de los niños que tiene entre doce y trece años, ya saben leer y escribir y algunos hasta sumar. Estoy muy contenta, de aquí a un año casi todos los niños mayores de doce años, ya no serán analfabetos, podrán ser como todas las personas, irán a colegios para aprender todo lo necesario para llevar una vida digna.
Muchos de los habitantes, cada mes se marchan a pueblos vecinos para vender los productos que nos sobran y los objetos que fabricamos o para buscar trabajo.
Algún que otro momento hemos tenido problemas o pasado necesidades, pero nos la hemos arreglado como hemos podido...
Llevo en Zimbawe dos años. La educación ha progresado mucho y me siento muy feliz porque dentro de dos meses un joven de diecinueve años llamado Alí, viajará hasta una universidad de España para estudiar la carrera de medicina. Este joven es el mejor preparado del poblado, y si se convierte en médico salvará a muchas personas que necesitan ayuda.
El momento tan esperado ha llegado. Alí se marcha para España dejando detrás de él muchas esperanzas.
A la semana de su marcha, Alí nos escribió su primera carta. Nos contaba que, junto con otro compañero, se había instalado en un pequeño piso que no era muy caro y que, antes de comenzar los estudios, se buscará un trabajo para poder pagárselos. Con esta noticia, nuestras esperanzas eran mayores.
Yo me sentía muy feliz. Había conseguido mi propósito: ser misionera, fundar una escuela, educar a muchos niños... pero también aprendí cómo era la realidad en el mundo: “unos tanto y otros tan poco”, pensaba. Pero, qué se le va  a hacer, el mundo está lleno de desigualdades y las personas no comprenden que hay humanos que necesitan su ayuda, una ayuda que vale más que el dinero o cualquier tipo de valor.
Pero ¿qué no comprenden o no quieren comprender? Por las noches en medio de nuestra pequeña aldea, encendemos una hoguera y nos sentamos a su alrededor para conversar. Allí, muchas personas me cuentan lo que piensan del mundo y algunas me dicen que se les pasa por su mente que ellos son de otro planeta, que parece que no son como nosotros, sino diferentes, porque aunque la mayoría sean analfabetos, saben pensar y expresar sus opiniones, lo que sienten.
Pasaron dos meses después de la marcha de Alí a España y recibimos su segunda carta. En ella estaban escritas cosas muy desagradables, cosas que en un principio no nos esperábamos. Nos contó sucesos que nos dejaron la piel de gallina. Su carta era:

        28 de octubre del 89.
    Querido pueblo:
Como veis, es la segunda carta que os escribo, pero en ella os cuento cosas muy desagradables. No os asustéis, yo estoy muy bien de salud, pero desde que salí de mi barrio, que es una pequeña vecindad donde residen personas de color como nosotros, me ocurrieron cosas que no comprendía.
Me dieron un puesto de trabajo en una tienda de comestibles que hay debajo de mi piso y, aunque no me pagaban mucho, tenía lo suficiente para pagar el alquiler del piso y vivir.
Como anteriormente dije, cuando salí de mi barrio me ocurrieron cosas muy raras:
Toda la gente me miraba cuando pasaba por la calle como si fuera un bicho raro, yo creía que era porque no tenía una vestimenta tan cara y elegante como la de todos ellos, pero no era eso, era otra cosa que más tarde comprendí.
Cuando entré en la universidad me iba muy bien: tenía un horario que me gustaba, los profesores me trataban bien, era un buen estudiante... pero no me sentía cómodo. Cuando paseaba y me acercaba a los niños que estaban jugando en la calle o en el parque, sus madres los cogían y se los entraban a sus casas.
La verdad que no lo comprendía, no comprendía por qué me sucedía esto, porque a mi parecer sólo me ocurría a mí.
Pero llegó el día que lo vi todo claro.  Una noche, paseando por la calle para irme a casa, dos muchachos se colocaron delante de mí y comenzaron a insultarme y a llamarme “negro”.
Ahora lo comprendí todo. Vi  claramente que esa diferencia no era otra cosa que el color de mi piel. Todos eran blancos y yo era negro.
¿Cómo no se me ocurrió antes? ¿cómo no se me habría ocurrido antes? Era eso lo que me hacía sentir tan incómodo, entre las demás personas, y, de verdad que pensé:  ¡Ojalá que nunca me hubiera ido de mi pueblo!. Porque allí, por lo menos, aunque era pobre, todos éramos iguales y todos nos respetábamos, era incluso más feliz que aquí.
Como veis, el mundo donde vivimos los humanos es muy injusto y yo acabo de sufrir sus consecuencias, hasta por el color de la piel juzgan a un humano. Ahora creo que es verdad lo que decíais: parece que somos de otro lugar, de otro planeta.
Siento que no haya podido cumplir vuestra esperanza, pero después de lo que me ha pasado vuelvo a casa, muy triste, al ver como es de cruel la realidad. Con afecto, de vuestro amigo Alí.

Alí regresaba dentro de una semana.
Yo no podía creer lo que mis ojos leyeron en esa carta, no podía creer que hubiera gente tan cruel en el mundo que actuara de esa manera con sus semejantes.
En los días que transcurrieron hasta que regresó Alí, nadie habló de lo ocurrido. Los días pasaron con tranquilidad, pero en el aire se respiraba tristeza. Los campesinos se fueron al campo a cultivar la tierra y los ganaderos a cuidar sus animales. Los niños asistieron a la escuela y las mujeres realizaban sus tareas cotidianas.
Alí regresó a la aldea. Se le veía agotado, triste y sobre todo enojado. No habló con nadie. Se entró en su pequeña cabaña y no salió hasta el día siguiente. Como todos los días, por la noche encendimos la hoguera. Nos reunimos con Alí a su alrededor y estuvimos conversando sobre lo que había pasado. Nuestro compañero nos lo contó más detalladamente. Nos dijo que lo que le había pasado era muy injusto porque ser negro no era nada vergonzoso.
Ya en mi cabaña, cuando terminé de cenar y de ponerle los trabajos a los niños, cogí uno de los pocos libros que tenía y empecé a leer. Era un libro muy interesante que hablaba del universo y que me lo regaló mi hermano antes de venir a Zimbawe, pero por muy interesante que el libro fuera, no podía dejar de pensar en el caso de Alí. Es que todo pasó tan rápidamente... la educación de Alí, su viaje a España, el terrible suceso, su rápido regreso. Lo estuve meditando casi toda la noche: “sólo juzgaron a Alí por el color de su piel, cuando tiene tantas virtudes y dentro de él hay sentimientos tan hermosos...” pensé.
De tanto pensar me quedé dormida.
Me levanté temprano, tenía que dar clase a los niños, la clase transcurrió normal, como todas las mañanas. Una niña me preguntó cual era el significado de “radio” y, para decírselo con más exactitud, fui a mirarlo en el pequeño diccionario que me traje de España. Fui a mi cabaña y lo cogí de la estantería que tenía. Busqué la consonante “r”, estuve buscando “radio”, pero antes de llegar a la palabra encontré otra. Una palabra que me llamó la atención.
Yo no la busqué, ni me hubiera gustado encontrarla, fue de casualidad. Era una palabra que sólo verla o leerla te daba escalofríos y que venía como anillo al dedo al caso de Alí.
Esa horrible palabra era “racismo” y su significado era el siguiente: “doctrina que afirma la superioridad de una raza sobre las demás”.
Me quedé helada y no supe qué pensar. No me pasé por la escuela y fui a la cabaña de Alí. Le conté que de casualidad encontré esa palabra y que era justamente lo que le ocurrió a él. Me contó que no comprendía como sus semejantes lo humillaron de esa manera, llamándole “negro”, pero lo peor no era eso, sino que humillaron a toda su raza, porque ser negro no era ser inferior a nadie.
Pasó una semana y otra, pero a nadie, a ninguno de los habitantes de la aldea se le olvidaría lo ocurrido, quedaría grabado en el corazón de cada uno de ellos, como una espina que se clava y no se puede sacar. Yo era blanca y vivía y compartía con ellos todo lo que tenía, porque todo lo mío era suyo.
Cinco años llevo viviendo con ellos, compartiendo alegrías, tristezas, fiestas, hasta el terrible suceso, y seguiré con ellos, en Zimbawe. Ellos hicieron realidad mi sueño: ayudarlos, estar allí.
Pero llegué a la conclusión de que, a pesar de que los habitantes del planeta Tierra eran iguales, humanos, nuestro mundo era muy diferente, y estaba dividido y limitado por culpa de una idea: “el racismo”.

Manuela Moreno Higueras.