Atardecer. Fotografía de Salvador Martín

OPINIÓN

Natalia

 

Hoy, en esta ocasión, me van a permitir que derive en lo personal dejando a un lado tanto tema de rabiosa actualidad para otro momento. Tampoco es que yo me distinga por la inmediatez de mis comentarios ante los sucesos o acontecimientos del día a día, entre otros motivos porque nunca lo he pretendido.

         Recuerdo con orgullo cómo, con orgullo, mi madre hablaba y no paraba de las cualidades de su hermano Joaquín. Mi tío Joaquín de Molina, según lo que nos contaba mi madre, incluso, había sido tentado en sus años mozos por la industria del cinematógrafo. Al parecer, y siguiendo el relato materno, tenía figura y porte de galán, y algún que otro personaje relacionado con el cine  de los años veinte del siglo pasado lo tentó para unirlo al elenco de actores de alguna película, pero él desestimó las ofertas y se dedicó a su trabajo y, sobre todo, a su familia.

         Quién le iba a decir a él que con el paso del tiempo una de sus nietas, Natalia, hija de Agustín y Emi, llegaría a protagonizar una película y sería reconocida por la prensa especializada como una de las promesas más firmes del actual cine español. También se sentiría orgullosa de ella su abuela Mª Isabel Ortega, que andaría como loca recopilando todas las revistas en las que apareciera su nieta y que, incluso, se habría aficionado al Internet con el único propósito de estar al día de todo lo que se comentase sobre la protagonista de “Vivir es fácil con los ojos cerrados”.

         Probablemente no haya sido su abuelo paterno el determinante de que Natalia se decidiera, como su hermana Celia, por el mundo de los focos y de las cámaras, seguro que el ascendiente materno haya tenido más influencia, pero a mí me hace ilusión y me enorgullece establecer la relación entre lo que me contaba mi madre, que quizá fuese una ilusión, y la realidad palpable de esta fantástica actriz que es Natalia de Molina.

         La semana pasada, por fin, pude acercarme a ver la película de David Trueba y, la verdad, mereció la pena. A los que tenemos una cierta edad y nos hemos dedicado a una determinada profesión nos trae recuerdos imborrables. Las indescriptibles consecuencias que conllevaba el simple hecho de dejarte el pelo largo, los intentos, haciendo esfuerzos ímprobos, para tratar de enseñarle a tus alumnos el inglés a través de las canciones de los Beatles, siempre, o de los cantantes y grupos de la época, en otras ocasiones. Aunque para no mentir, diré que esos recuerdos fueron flashes que me llegaban pero que no me impidieron que estuviese más atento a la interpretación de Natalia que al conjunto de la película.

Confieso que no entiendo casi nada de cine, pero me atrevo a decir que vi a Natalia crecer a la par que avanzaba la cinta. Me pareció ver en ella un aire fresco en su interpretación detrás de esa timidez que muestra su mirada y su encantadora sonrisa. Sobria, sencilla y relajada en su posar ante la cámara, con lo difícil que tiene que ser eso. Y en los primeros planos, que tanto abundan, me recordó a  mi tío Joaquín, a su padre, y, sobre todo, a su tía Esperanza; cuando andaba de prisa o hacía intento de correr, al vérselo hacer con esos zapatos casi sin tacón, me traían el recuerdo de su abuela María Isabel andando de modo parecido por los pasillos de la casa de Ricardo del Arco en Granada.

Después de ver la película me apetecía escribir, y hoy me he decidido, sobre Natalia de Molina y, en cierto modo, agradecerle que los que llevamos ese apellido nos podamos sentir orgullosos de tener a uno de los nuestros intentando abrirse paso en ese mundo, que para nada debe de ser fácil, de la farándula y del celuloide, al tiempo que, aunque desde la distancia, esperamos oiga nuestros aplausos en sus éxitos y nuestro apoyo cuando las cosas no vayan todo lo bien que le deseamos.

Gracias, Natalia.

 

Teodoro R. Martín de Molina. 23 de noviembre de 2013.

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