Atardecer. Fotografía de Salvador Martín

LA GACETA DE GAUCÍN

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OPINIÓN


LA EDAD DIFÍCIL

    Dice mi primo Teodoro en tono jocoso: “Primo, primo, qué mala es la vejez o senec tud ”; esta utilización de repeticiones y sinónimos dentro de una misma frase, de la que tan amigo es mi primo, referido a la vejez con el adjetivo que la precede me lo corrobora, con otras palabras y sin dicha duplicidad, mi amigo Pepe, que pone en boca de su madre la frase: “Pepe, no te hagas viejo, hijo, que la vejez es muy fea”.Y la verdad es que si los mayores tienen experiencia, también deben de tener razón en sus afirmaciones.
Cuando aún no hemos llegado a ese estadío de la vida y nos encontramos en la etapa previa, a la que damos en llamar madurez, es cuando empezamos a darnos cuenta de lo fea o mala que puede que sea la vejez o senectud, ya que éste en el que nos encontramos tampoco es muy halagüeño, que digamos.
    Llega un momento en el que comenzamos a experimentar una serie de cambios físicos y anímicos que indudablemente nos anuncian que estamos en una edad cuyo siguiente paso es la tercera –otra forma eufemística de llamar a la vejez–.
    Un día te das cuenta de que el peluquero, descuidadamente, te repasa los pabellones y lóbulos auditivos una vez que ha concluido con el pelado; tú, en tu casa, sin darle mucha importancia al principio, comienzas a quitarte los pelos que en las cejas comienzan a tener una longitud excesiva, los pelillos protectores de los orificios nasales también reclaman tu atención para que no los dejes unirse a los del bigote. Te empeñas en comer menos y andar más, pero cada vez te cuesta más trabajo bajar de peso y cada día tienes que ir aumentando el perímetro del cinturón. El vestir de modo informal no lo ves muy acorde con tu persona a la hora de arreglarte para salir, ir al trabajo o quedar con los amigos. Tu aspecto lo encuentras raro si en algo se parece al de tu juventud: no llegas a asociar lo que fuiste con lo que eres. No te pintas el pelo, si aún te queda, porque sería caer en una esclavitud más, pero procuras llevarlo cortito para que el tono gris de las canas no se note demasiado, al tiempo que disimula algo más su escasez, a pesar de eso que dicen de que te hacen interesante, si no lo  fuiste sin canas...
Casi todos los días recuerdas a los familiares que ya nunca más van a estar contigo. Aun más, recuerdas a compañeros y amigos de tu misma edad o incluso menores, con los que tampoco te vas a volver a reunir en esta vida. La pérdida de los primeros lo aceptas como una realidad vital, porque es normal que aquellos que te faltan sean los que te pasaban de largo en la edad, pero los amigos y compañeros…, tú estás a su nivel en casi todo, hasta en la posibilidad de reunirte con ellos para siempre.
    Las visitas al médico y la farmacia se prodigan más de lo que tú quisieras. Las analíticas te hacen ver que tus niveles de azúcar, colesterol, triglicéridos,  ácido úrico, etc, no son lo que eran y que por ello debes andar con cuidado con determinados usos y costumbres. En un principio es el médico el que te advierte, después tu pareja la que te da la monserga todos los días, al final eres tú mismo el que aceptas la realidad y, por voluntad propia o imperativo de los números, tienes que ir dejando los cuatro vicios de los que siempre hiciste gala, el tabaco, la cervecilla, la comida, y aquello que tanto nos gusta, aunque esto último quizás no sea por los números sino por otros motivos. Por último, no es raro que se haya pasado por el quirófano por tema más o menos grave y que nos marca de un modo implacable.
      A ca ballo entre lo físico y lo anímico, todas las mañanas, de camino al trabajo, observas y comparas los anuncios que ves en los chirimbolos de la ciudad: por un lado los de “Dove” (jabones y otros productos de higiene) presentados por modelos poco al uso (personas como la mayoría de los mortales), por otro los de “Lise Charmel” (ropa íntima femenina) exhibidos por exuberantes modelos; y tratas de convencerte, casi lo consigues, de que los primeros tienen más sentido estético y ético que los segundos. Con ello nos llegamos a asombrar de lo “éticos” y “estéticos” que nos hemos vuelto, por no asombrarnos de otras cosas.
Y nos adentramos en lo anímico. No visitamos al psiquiatra o no nos dejamos psicoanalizar, porque aquí aún no es costumbre, pero no porque no lo precisemos. Los temas de conversación comienzan a convertirse en recurrentes, cuando nos encontramos con antiguos compañeros hablamos de nuestros tiempos con un tipo de nostalgia que puede parecer patológico, inmediatamente colamos en la conversación a los jóvenes actuales y comenzamos a hacer comparaciones imposibles pero que nos empeñamos en que sean equiparables, y de estas comparaciones resulta, está claro, que nuestra época, nuestras experiencias y vivencias, tenían y tienen un mérito distinto a las de los jóvenes actuales. Contamos nuestras batallitas y nos creemos auténticos héroes, mientras que a los que aún les falta luengo tiempo para alcanzar nuestros años los criticamos por sus actitudes ante, para, por.., es pura inercia, hablamos por hablar, no porque tengamos nada en contra de ellos. Vemos en nuestros próximos de pocos años, aquello que más nos molestaba de nosotros mismos, en lo que no nos gustábamos, y cuando los criticamos nos hacemos una autocrítica con efecto retroactivo pero que incide sobre los jóvenes que nos rodean. “Con esa edad yo ya había hecho esto, aquello y lo de más allá” (menos lobos, compadre). Y seguimos comentando que si nos superan es por las facilidades con las que ahora cuentan, entre otros motivos, gracias a nuestros esfuerzos.
En muchas ocasiones sentimos sana envidia por las posibilidades que tienen de hacer todo aquello que a nosotros, por unos u otros motivos, nos estaba vedado, y por eso, a veces, pretendemos ser sus colegas y tratamos de recuperar nuestra juventud asemejándonos a ellos en sus usos y costumbres (no nos vamos de botellón de puro milagro) y, ya sabemos, “tanto peca lo mucho como lo poco”. Si tratamos de hacer lo que ellos hacen podemos acabar en un estado bastante lamentable, cuando no ridículo. Al no poder seguir su ritmo optamos por pensar que aquello sí era vida, no lo de ahora “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Y al final de todas las comparaciones (siempre odiosas), de todas las críticas y demás zarandajas, en un alarde más de nuestra incongruencia presenil, acabamos hablando de lo bien que les ha ido o les va a nuestros hijos en sus estudios o en sus trabajos. Por un lado los criticamos, por otros los alabamos y nos sentimos orgullosos de ellos; ante sus demostraciones de superioridad nos preguntamos: “¿Cómo de padres tan torpes salieron hijos tan brillantes?”; ante nuestras propias apreciaciones llegamos al convencimiento de que nos superan en casi todo, en fin, vivimos en una paradoja cuasi permanente.
Por ello, aunque pensemos que la vejez no es la panacea, en contra de los versos de Manrique esperemos que “cualquier tiempo venidero sea mejor” y, por ello, la senectud será un estadío más agradable que el actual pues, lo que en realidad nos parece difícil es esta edad de la madurez que nos está gritando a voces, que estamos desfasados, fuera de contexto y próximos a la edad en la que, si no dejamos estas actitudes, sí que entraremos en una época mala y fea como dicen mi primo y la madre de mi amigo. Confiemos en que el siguiente paso que nos toca dar consista en olvidar lo que fuimos y no pensar en lo que seremos, y nos dejemos llevar de forma tranquila y placentera hasta que llegue la hora definitiva, sin dar mucha guerra y sin que nos la den.
El tiempo presenten afrontémoslo sin rebelarnos ni resignarnos, bastará con aceptarlo. Aceptación de la realidad, de la física y de la anímica, tratando de superar con la experiencia acumulada y con la ayuda de los que nos rodean los bajones de uno u otro tipo que siempre nos estarán acechando para hacer que caigamos en lo no deseado.
No nos queda más remedio que romper con este modo de ver nuestro momento, debemos pensar en positivo; que a pesar de los achaques y las pequeñas o medianas goteras que nos van saliendo aún tenemos mucho que hacer y que decir, con los de nuestra edad y con los que vienen detrás pidiendo paso de un modo admirable, porque ellos son los que van a tomar nuestro testigo y seguro que están tan preparados o más que lo estábamos nosotros. Por ello, y una vez transitemos por esta edad difícil, esperamos que nuestra vejez o senectud no sea ni fea ni mala.
Teodoro R. Martín de Molina. Marzo, 2005.