LA GACETA DE GAUCÍN

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COLABORACIONES


     

Habemus Papam

El cardenal de origen alemán, Joseph Ratzinger, hasta su elección, prefecto de la Congregación para la doctrina de la Fe, la otrora conocida como Inquisición, cargo en el que condenó a más de 140 religiosos, obispos incluidos, por sus ideas "liberales".  Ha resultado  elegido por el colegio cardenalicio para sentarse en la silla de Pedro y gobernar la Iglesia desde el Vaticano, sucediendo en el trono pontificio a Juan Pablo II. Su Santidad Benedicto XVI, nombre por el  que Ratzinger ha optado para su pontificado, ha manifestado siempre su intención de continuar con el camino emprendido por su antecesor, Juan Pablo II, un Papa que ha sido elogiado como ninguno otro lo fue antes. De él se ha dicho que fue el Papa que luchó contra la injusticia, el Papa de los jóvenes, el Papa de los pobres, se le denominó como Juan Pablo II "el grande". Todo el mundo, desde los primeros espadas de la política mundial,  hasta el más humilde de los ciudadanos del planeta han alabado la figura universal del anterior Papa.

Sin embargo, a mí, en mi descreimiento diabólico, me parece que el Papa más mediático de la historia se nos está vendiendo magistralmente, gracias a una campaña de marketing perfectamente diseñada por los "fontaneros" del Opus, con la intención de elevar al santificado a Wojtyla, para que haga compañía a su admirado Escrivá de Balaguer. Soy consciente de que no elogiar, que es distinto de vilipendiar, a un muerto, no es políticamente correcto, máxime si ese muerto es la representación humana de los más altos conceptos de moral y conducta en los que se basan los católicos. Pero jugar al juego de la hipocresía, ese juego nada cristiano y más propio de Judas que de buenos católicos, nunca ha sido lo mío. Yo no me muevo en el mismo terreno que aquellos que se dan golpes de pecho, enormemente compungidos y lloran amargamente la pérdida de Juan Pablo II, pero que, cuando su anterior Santidad dijo no a la guerra, a ellos les dio igual y se apuntaron los primeros a matar seres humanos. Tampoco ando subido en el mismo carro que aquellos que, a pesar de la oposición de la Iglesia al divorcio, se enjugan ahora las lágrimas de dolor por la muerte de Wojtyla, pero que cuando les convino se divorciaron, no una, sino varias veces. No suelo ir a la iglesia, pero si lo hiciera, estoy seguro de que no acudiría a la misma de todas esas personas de bien, moral intachable y recto proceder, que se manifiestan contra la ley del aborto o el uso de los preservativos, pero que cuando de su hija se trata, no tienen inconveniente en saltarse las enseñanzas de ese Papa a quien ahora tanto lloran y le han pagado a la nena la estancia en la clínica, eso sí, siempre lejos de España, por el qué dirán. Seguramente si yo visitara con frecuencia la casa de Dios, a donde él nunca me ha invitado, lo haría en las iglesias de los barrios obreros, en las iglesias donde hombres que, de verdad, viven su fe y su vocación, trabajan duro y luchan con denuedo en favor de los pobres, en favor de la justicia y la igualdad social, partiéndose la cara día a día y codo con codo junto a sus feligreses. Visitaría las iglesias de esos sacerdotes que sufrieron la persecución del Papa de los pobres y la justicia, Juan Pablo II, que los combatía, a través de Ratzinguer, por su Teología de la Liberación, mientras abrazaba y sonreía a cristianos de pro, como Pinochet o los generales de la dictadura argentina, todo ellos legitimados y apoyados moralmente y de la otra forma, por una Iglesia comanda por el Papa de la paz, el Papa del pueblo, Juan Pablo II.

Tampoco soy joven, pero de serlo seguramente yo me enmarcaría entre esos millones de jóvenes que pasan de la Iglesia, porque no comprenden que esta institución siga anclada en la edad media y de espaldas a la sociedad del siglo XXI, millones de jóvenes que han hecho que durante el pontificado de Juan Pablo II, el Papa de los jóvenes, las vocaciones sacerdotales hayan descendido como nunca en la historia y la juventud actual alcance porcentajes astronómicos de agnosticismo, como nunca antes había ocurrido.

No me convenció en vida, y no lo hace en la muerte, un Papa que escribió 14 encíclicas, que viajó como ninguno otro por todo el mundo, que combatió al comunismo convirtiéndose en uno de los protagonistas del derrumbe de los autoritarios regímenes  del este. Que predicó justicia e igualdad, pero que no hizo nada para erradicar del mundo la injusticia, la desigualdad, la pobreza o el hambre.

Un Papa que no sólo se cargó los insignificantes avances logrados en el Concilio Vaticano II, que perseguían una leve modernización de la Iglesia Católica, sino que, además, su pontificado ha supuesto la marcha atrás a velocidad supersónica a los tiempos de la oscuridad.

Un Papa que fue incapaz de comprender que  la Iglesia Católica no puede subsistir de espaldas al tiempo y la sociedad que les ha tocado vivir. Un Papa, al que la historia, creo yo, juzgará en su día como uno de los pontífices más nefastos de cuantos tuvo la Iglesia, sólo superado por Benedicto XVI.

San Malaquias profetizó que Su Santidad Benedicto XVI  será el penúltimo Papa de la Historia, la gloria del olivo, aunque a éste no se le ve el olivo por ningún lado, pero tranquilos que todo se andará. Como no creo en profecías, ni en la Iglesia, nunca me he tomado en serio las predicciones de San Malaquias, pero visto lo visto, no me extrañaría que el hombre tuviera razón.  Si el nuevo pontífice se guía en su papado por los mismos criterios que en su cargo anterior, no resultará extraño que, tras él, no quede en la Iglesia Católica ni el imaginaria de la Guardia Suiza.

A pesar del enorme circo mediático montado en torno a la Figura de Juan Pablo II, donde se quiere dar la impresión que la Iglesia goza de una salud rebosante de juventud y Fe, lo cierto es que la institución está gravemente enferma. Padece la enfermedad de sus últimos pontífices. El fundamentalismo católico se ha instalado en las más altas instancias de la Iglesia, impregnando a la misma de un papanatismo apostólico y ultramontano, que príncipes de la edad media, que hace años que deberían haber sido retirados a un museo de historia antigua, no se molestan en "maquillar", y del que el nuevo Papa Ratzinguer es abanderado. Ojalá y el Espíritu Santo inspire realmente las decisiones de Su Santidad Benedicto XVI, de lo contrario podríamos estar ante el principio del fin de una de las instituciones, quizá la más importante, que se ha erigido por meritos propios en una de las seña de identidad y cultura de la sociedad Occidental, la nuestra. Siglos de historia y cultura que irían derechitos al infierno, por obra y gracia de fanáticos.

Ya sé que alguno de los que me han leído pensaran que soy un alma condenada al sufrimiento eterno después de haber expuesto lo expuesto. Otros, incluso pedirán mi excomunión y que mis orondas y pecadoras carnes sean asadas, vuelta y vuelta y con poca sal, por favor, en el fuego purificador de la hoguera. Si he de terminar mis días cual cochinillo de Segovia, así sea, o amén que dicen los cristianos. Pero, coño, que a gusto me he quedado. Y es que si no lo escribo  reviento de hipocresía.

José Miguel Montalbán.