Atardecer. Fotografía de Salvador Martín

LA GACETA DE GAUCÍN

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OPINIÓN

 

Especímenes

 

Si no se plantea una nueva “moción de censura” que acabe con el gobierno central y éste consigue los apoyos necesarios para sacar adelante los próximos presupuestos, una vez pasado este primer ajuste del cinturón –mucho me malicio que a no mucho tardar llegarán otros–, no sería mala idea que el gobierno se comenzase a plantear la necesidad de revisar no solamente la política de gastos sino que también la de ingresos. El método más a mano no es otro que la política fiscal desde una doble vertiente: la revisión del modelo impositivo, y la lucha sin cuartel contra el fraude fiscal.

            La alegría con la que en legislaturas anteriores se revisaron a la baja o se suprimieron determinados impuestos, que por lo general sólo afectaban a los que más tenían: sucesiones, patrimonio, transmisiones, de sociedades, etc, deberían de dar paso ahora, en época tan peliaguda, a la reimplantación o revisión de los mismos, así como a los que ya ha anunciado el Presidente del Gobierno para las grandes fortunas, sin dejar de lado a eso que llaman las SICAVs, de la que tanto hablan y que yo no sé muy bien lo que es, pero que me da la impresión de ser una tapadera para que el que más tiene aporte menos. Tampoco estaría de más una adecuación de los tramos del IRPF a las circunstancias actuales tal y como algunos gobiernos autonómicos, dentro de sus posibilidades, están empezando a anunciar.

            Los contrarios a la subida de estos impuestos, fundamentalmente aquellos a los que les afectan, hablan de impuestos ideológicos, demagógicos y otros epítetos descalificadores a los que son tan propensos, pues dicen que sólo se recaudarían unos cientos de millones de nada. Para ellos lo fundamental es quitar de en medio el Ministerio de Igualdad –y de paso a su ministra preferida–, lo cual supondría un ahorro que nunca cuantifican, pero que según tengo oído llegaría poco más allá de los dos millones de euros. Lo fundamental no es recaudar más, sino acabar con los iconos que tanto les molestan a algunos.

            Pero, al fin y a la postre, todo lo anterior no tendrá valor alguno, o tendrá muy poco valor, si decididamente no se ataca de manera contundente el fraude fiscal que la mayoría de los españoles, de una u otra manera, practicamos en determinadas circunstancias. Están aquellos que lo hacen de continuo y esos otros que sólo de vez en cuando, pero al fin y a la postre todos pertenecemos a ese tan peculiar espécimen ibérico que se jacta de defraudar al fisco y cuanto más, mayor es su alegría.

            Desde las profesiones liberales que en pocas ocasiones declaran lo que en realidad ganan, al común de los ciudadanos que si puede evitar el IVA lo evita haciéndose cómplice del profesional que ingresa como negro lo que debería tributar como blanco, o desde el empresario que no da de alta a los trabajadores a su cargo, hasta el parado que va a las oficinas del INEM cuando tiene un rato libre entre chapuza y chapuza, o bien el que cobra una subvención por no hacer nada, o el otro que disfruta de una beca sin que por sus ingresos le corresponda, etc, etc, etc…,  somos muchos los que pertenecemos al referido espécimen. Podríamos seguir enumerando tantas y tantas formas pícaras que tenemos en nuestra cultura española de engañar al fisco hasta agotarnos, y las autoridades parecen no saber cómo atajar esa sangría.

            Me decía un compañero hace unos días, cuando comentábamos el asunto, que la única forma de acabar con esto es la que se ha utilizado con los accidentes de circulación: vigilancia, mano dura e intransigencia, sanción y más sanción; y no le falta razón, aunque después salgan los que se apiaden de la folclórica o el famoso de turno que se han pasado la vida engañando a hacienda y por extensión a todos nosotros.

            Mas claro, en esto de la tributación y la persecución del fraude, como en tantas otras cosas, deberían de ir todas las administraciones al unísono y no actuar, como nos tienen acostumbrados, según el color político predominante en la comunidad. Lo cual evitaría la nueva picaresca que se puede dar de que algunos fijen sus domicilios fiscales –recordemos aquellos tan “solidarios” tenistas de hace unos años–, en el lugar que más favorezca a sus intereses económicos. Si en todas las autovías españolas el límite de velocidad es de 120, sería lógico que de igual modo en toda España el gane “tanto” pague “cuanto” y no que dependiendo de la comunidad sea “más cuanto” o “menos cuanto”, y que al listillo de turno que se pille in fraganti engañándonos a todos le caiga igual ejemplarizante sanción ya actúe en Santiago o lo haga en Cartagena.

           Pero... ¡menudos somos nosotros!

 

                                               Teodoro R. Martín de Molina. 10 de junio de 2010

 
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