Teodoro R. Martín de Molina A mi madre, cuando se cumplen 100 años de su nacimiento.
El llavero
−¡Esto es un milagro! ¡Qué bueno es el Señor conmigo! Estas palabras de la madre se le vinieron a la mente cuando, al llegar a la puerta de su vivienda, se percató de que el llavero no lo llevaba encima. Un milagro le haría falta a él para recuperar el llavero que acababa de perder no sabía dónde.
La jornada había sido de las duras de verdad. En la calle la lluvia no había cesado a lo largo de todo el día. Dentro de la casa la actividad había sido febril tratando de readaptar un mueble estantería, sin llegar a desmantelarlo, con el fin de utilizar parte del espacio que ocupaba con un sofá cama para su uso en las próximas fiestas navideñas, en las que se preveía overbooking familiar. Después de anochecer pareció amainar la lluvia y aprovechó el momento para sacar todos los residuos generados en el operativo redecorador: plásticos, cartones, serrín, trozos de madera, papeles y más papeles que se dieron por inservibles, algún que otro documento de tiempos inmemoriales…, amén de la basura propia del día a día de la casa. Junto a ese desbarajuste de bolsas, que debía asir, llevaba el llavero con las llaves del portal, de la puerta que daba al parque, del buzón y del piso. Dejó las bolsas de su mano derecha y cerró la puerta al salir. Tras ello, debió colocar el llavero en alguno de los muchos bolsillos del anorak, de la chaquetilla del chándal o del pantalón, no sabría decir en cuál de ellos. Aprovecharía la salida para acercarse al centro comercial y comprar cuatro chucherías con las que preparar una cena algo distinta a lo normal, y de paso sorprender a su mujer. Se lo merecían, o al menos eso pensaba él. Los contenedores estaban de camino. Se dio prisa en cruzar el semáforo. Al haber sólo un contenedor para residuos orgánicos puso todas las bolsas en él. Se acercó al centro comercial e hizo la compra, y al salir vio que la lluvia había vuelto a hacer acto de presencia y no de forma suave, precisamente. Aligeró el paso y poco después, al ver el semáforo a punto de cambiar a verde, echó a correr para evitar llegar a casa hecho una sopa. Con aliento casi exhausto alcanzó el portal, y ya sabéis… el llavero no aparecía por ninguna parte. Llamó al telefonillo, pero su esposa o no lo reconoció, o no atinó con el botón adecuado, de modo que bajo la lluvia hubo de esperar la aparición de algún vecino para entrar en el edificio. Al llegar a la puerta de su casa, tocó el timbre y, antes de oír a su esposa preguntar quién era y decirle que tenía que ir a buscar las llaves, los jóvenes y recientísimos vecinos, que salían de su piso al tiempo que él llegaba, le preguntaron si podía dejarles la llave de la puerta que daba al parque para hacerle una copia. Nervioso, bastante azorado, sin saber bien qué decir, pero sin mentirles, les dijo que no llevaba las llaves encima, sin explicarles el motivo por el que no las tenía, y quedaron para otro día. Su mujer, por fin, consiguió encontrar las llaves y abrir la puerta y tras preguntarle que dónde estaban las suyas, le mostró su gran preocupación por las consecuencias que conllevaría el extravío del llavero, por lo que le conminó a, sin pérdida de tiempo, ir a ver si tenía suerte y lo encontraba. Él, sin responder, se acercó hasta la cocina donde dejó las bolsas con la compra, cogió el paraguas verde del paragüero y, de nuevo en la calle, volvió sobre sus pasos bajo una lluvia que ya era casi torrencial. Trató de recorrer idéntico camino al de ida y al de vuelta, en poco se diferenciarían, sin apartar la vista ora del asfalto, ora de las baldosas de la acera por donde había caminado unos minutos antes. Tras recorrer el primer tramo del trayecto sin resultado alguno, pensó que tal vez no se guardara el llavero en un bolsillo y que lo habría llevado en una de sus manos junto a las bolsas. En ese caso no era descabellada la idea de pensar que las llaves estuvieran dentro del contenedor. De nuevo aligeró el paso para cruzar el semáforo y con ansia se acercó al contenedor y vio que, por fortuna, todas sus bolsas estaban en la parte superior, nadie había añadido basura, o eso parecía. Con mucho cuidado fue recuperando una a una las bolsas al tiempo que miraba atentamente por ver si el llavero se deslizaba al mover alguna de ellas, y agudizó el oído por si oía algún tintineo que pudiera provenir del roce de las llaves entre sí. Mientras husmeaba dentro del contenedor, un matrimonio vecino pasó por su lado y lo miraron extrañados, pero prefirieron no pararse ni hacer comentario alguno. Entre ellos se intercambiaron risitas, miradas y bisbiseos cómplices referidos al punto al que algunos habían llegado con el tema de la crisis. Él se dio cuenta del detalle, pero tampoco quiso entrar en explicaciones sobre el tema, prefirió dejarlos seguir con su camino y sus murmuraciones. Tras escudriñar todo lo que la escasa luz del contenedor le permitía, y el exterior e interior de las bolsas una vez sacadas del recipiente de la basura, sus ánimos se derrumbaron al ver lo infructuoso de la búsqueda. Perdidas las esperanzas de hallar las llaves en la basura, con escasas expectativas, se encaminó al centro comercial.
−¡Ay, San Antonio bendito, ayúdame a encontrar mis tijerillas! De nuevo le vino el recuerdo de la madre, en esta ocasión dirigiéndose al santo abogado de todas las causas, que para ella incluía lo imposible. También recordó cómo, tiempo atrás, la solicitud de ayuda a la madre fue vital para recuperar la alianza −Ay, su anillito de plomo / Ay, su anillito plomado−, que perdió una mañana entre las hierbas que había estado entresacando mientras limpiaba las hortalizas del huertecillo anexo a su casa de campo. Habían transcurrido varios días desde que desapareció del dedo anular de su mano derecha y, una tarde, al pasar junto a los hierbajos, ya casi secos, le pidió ayuda a la madre y al mover su mujer un manojo de verdolagas, allí apareció con todo su brillo el aro dorado que llevaba inscrita la fecha del enlace matrimonial y el nombre de su esposa. Por eso, mientras se encaminaba al centro comercial para ir a la caja central por ver si alguien había dejado unas llaves perdidas, en voz baja se dirigió a su madre pidiéndole de nuevo ayuda para encontrar el llavero que había perdido esa noche de lluvia. Iba desencantado y algo distraído. El reflejo de las luces de un automóvil, que maniobraba para salir del aparcamiento, le dirigió la mirada a un charco en el centro de la calzada en el que, en medio del chapoteo de las gotas de la fuerte lluvia, brillaba con luz propia el emblema del llavero y, a su alrededor, las llaves dispuestas a modo de estrellas adyacentes, pero allí se encontraban, todavía unidas al llavero. Algunas de ellas, que nunca hicieron daño a nadie, heridas tras la batalla sostenida con las ruedas de los coches que las habrían arrollado una y otra vez. Adelantándose a la maniobra del coche se agachó a recoger el llavero. Antes de levantarse, al tenerlo en sus manos, se lo acercó a los labios y lo besó con profusión entre un sinfín de: “Gracias, mamá”. No sabría decir cuánto tiempo transcurrió, pero al alzar la vista vio que el coche se alejaba. En el asiento de atrás le pareció ver la silueta de la madre que con su sonrisa característica le hacía un ademán de despedida. Llamó por teléfono a su mujer para comunicarle el hallazgo. Ella, con voz entrecortada por los sollozos, le comentó que mientras pedía para que apareciesen las llaves, creyó ver por un instante, reflejada en los cristales del salón, la inconfundible figura de la madre caminando por la terraza con las manos atrás, como solía hacerlo cuando rezaba el rosario al tiempo que paseaba.
Granada, diciembre de 2012. |