Disculpas
Aquellos que somos gente normal, de la calle para entendernos, tenemos claro que “el que mucho habla mucho yerra”. No son pocas las ocasiones en las que nos sentimos mal por el hecho de haber metido la pata cuando en una conversación sin trascendencia, o digamos un escrito de igual jaez, se nos ha calentado la lengua y hemos dicho algo inconveniente, sin mayor intención pero inconveniente a todas luces, y no sabemos cómo pedir disculpas. Algo que nos hace sentir mal, incluso en el caso de que nuestras disculpas sean aceptadas. Aunque con el paso del tiempo, por suerte, todo se va olvidando, no es menos cierto que aún persiste por un buen período esa sensación de malestar por el error cometido por no saber frenar la lengua o la pluma a tiempo en tantas y tantas ocasiones y así evitar que el rubor suba a nuestras mejillas. Claro está que esto nos suele pasar a los mortales, a las personas de carne y hueso, pues cuando hablamos de otros estatus personales eso parece no suceder y así existen políticos, escritores, comentaristas y otros personajes de altos vuelos con los que nada de lo anterior parece ir. Fijémonos si no en los recientes casos de excesos verbales, por decir algo, de algunos de los susodichos a raíz del cambio de gobierno y más en concreto con las expresiones referidas a algunos de los miembros entrantes o salientes del mismo. Las referencias a las facciones de la nueva ministra de sanidad, las lágrimas del ministro saliente de exteriores o el aspecto físico del nuevo vicepresidente, junto con algunas respuestas venidas a cuento o no, pasarán a formar parte de la galería de exabruptos y lindezas de los que, de cuando en cuando, echarán mano unos y otros para poner ejemplo de lo que nunca se debe decir o de lo que es el ejercicio del derecho de libre expresión de cualquier ciudadano, que dependiendo de donde sople el viento así serán considerados en uno u otro caso. Lo malo del caso es que los lenguaraces en cuestión no son nuevos en el oficio sino que su viciada costumbre ya les viene de antiguo. Los comentarios machistas y despectivos hacia las mujeres, del bando contrario por supuesto, del alcalde de Valladolid (“Fachadolid”, la denominan algunos) no son de ahora, así como las soeces palabras del creador de Ala Triste (“Facha Triste”, para otros) son una constante en todos y cada uno de los escritos con los semanalmente entretiene, culturiza al tiempo que divierte a los lectores del grupo Vocento, o qué decir de los plumillas que se esfuerzan en caricaturizar la figura del vicepresidente primero en todos los sentidos. No muy lejos de ellos andan las desafortunadas expresiones de algunos miembros del gobierno o del partido que lo sustenta, referidas a las plumas y los plumeros de algunos de los integrantes del bando adversario. Centrándonos en las más aireadas bien podemos deducir que debido a la reiteración de sus conductas son poco creíbles las palabras de disculpas dichas a regañadientes por el alcalde castellano y producen irritación las de reafirmación del afamado escritor de novelas sin fin. Un ciudadano de a pie es lógico y normal que eche mano de la disculpa cuando se ha equivocado consciente o inconscientemente, también es lógico que el prójimo afectado acepte las mismas y “pelillos a la mar”, pero por mucho que ellos quieran, los personajes públicos no son soldados de infantería, ellos se encuentran en un escaparate desde el que, aun sin quererlo, ejemplarizan a los que a través de los medios seguimos sus actuaciones, declaraciones y escritos y, antes de nada, debían de cuidar y medir muy bien todas sus actuaciones y actitudes públicas, y cuando ellas sean dignas de reproche no puede bastar con las peticiones de las consabidas disculpas, más en los casos reiterativos, de ese modo pueden ir por ahí diciendo cuanto les viene en gana sabiendo que el coste de sus desmesuras se solventa con poca multa. Un código ético intrínseco al cargo público debería de existir que los obligara a otro tipo de rectificación mediante el cual quedara claro al ciudadano que el político en cuestión no se irá de rositas después de haber ofendido gravemente a cualquiera de sus oponentes. Respecto al escritor poco tengo que decir. Él es tan sabio, y los demás, incluidos sus lectores, somos tan ignorantes, que las palabras de alguien que está, porque así se considera a sí mismo, por encima del bien y del mal, sólo las puede juzgar uno de su mismo nivel o superior, y ese ser seguro que no es de este mundo. Hay quien no se ruboriza por nada. Por ejemplo, Sánchez Dragó y todos los que lo defienden, de ellos no hace falta hacer el más mínimo comentario.
Teodoro R. Martín de Molina. 27 de octubre de 2010.
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