Atardecer. Fotografía de Salvador Martín

LA GACETA DE GAUCÍN

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OPINIÓN

"DE LA ALMENDRA, LA ACEITUNA Y EL VINO"       

 

Recuerdo cuando de chiquillo –serían los primeros años sesenta–, en fechas previas a la feria de mi pueblo íbamos en caterva a rebuscar almendras al almendral de don Bartolo y alrededores del camino del Molino, del Cebadero o de la Fuente Pilatos. La taleguilla que recogíamos la llevábamos a la tienda del Sr. Avilés donde Isabel, su mujer, nos las compraba, quiero recordar, a 12 ó 14 pesetas el kilo, una fortuna para nosotros. Supongo que a ese precio también lo sería para el agricultor o el propietario de las fincas pues, aunque no sé lo que ganarían por aquellos entonces, supongo que el jornal de un peón no alcanzaría las 50 pesetas. Una simple cuenta de dividir nos acerca a los kilos que debía recoger un jornalero para que el propietario pudiese costear el salario y sacar beneficios de lo que producía la tierra.

            Quienes me conocen saben que desde siempre me ha atraído el mundo rural y casi desde siempre he llevado a cabo, dentro de mis humildes posibilidades, pequeñas tareas de hortelano o recolector de frutos según la época, más cuando mis visitas a la Alpujarra dejaron de convertirse en esporádicas para pasar a ser períodos amplios de tiempo en los que, amén de otras actividades, el campo se llevaba la mayor parte de mi tiempo libre. Así, allí comencé a pelearme, fundamentalmente, con los almendros, los olivos y en menor proporción con las cepas, y año tras año he podido comprobar lo ruinoso del negocio agrícola.

            Pues bien, aquel kilo de almendras de los primeros sesenta pasó a pagarse a unas 50 pesetas al principio de los ochenta cuando el jornal del campo ya comenzaba a rondar o sobrepasar las 1000 pesetas. Sigan dividiendo.

            Para no cansaros mucho más os diré que en la presente campaña el kilo de almendra se paga a unos 30 ó 40 céntimos (volvemos a movernos en el entorno de las 50 pesetas, como hace 30 años y poco más del triple de hace 50 años) cuando el peón cobra cerca de 10.000 pesetas (10 veces más que hace 30 años y 200 veces más que hace 50). Seguid multiplicando, dividiendo, sumando y restando, veréis el beneficio del agricultor actual.

            Si así sucede con la almendra qué contaros de la aceituna o de la uva. Por abundar un poco en lo que conozco más de cerca os puedo decir que cuando a mis familiares o amigos regalo una botella de vino, un puñado de almendras o una bolsa de cualquier fruto, seguro que ninguno se para a pensar –yo tampoco lo hago– en el valor de ese pequeño obsequio, no sólo económico sino de esfuerzo y duro trabajo para poder ponerlo con toda la mejor voluntad del mundo en sus manos.

            Pongamos por ejemplo el vino.

            En enero la viña hay que podarla, los sarmientos que se cortan tenemos que retirarlos y quemarlos, después viene el arado y el abonado (como el terreno no es calmo hay que hacerlo con mulos lo cual encarece sobremanera la labor). Tras arar, las cepas quedan semienterradas y es imprescindible la cava de las mismas para dejar al aire sus troncos y evitar que los futuros racimos se apoyen sobre la tierra. Mediada la primavera es conveniente el vinado de la viña para eliminar las malas hierbas que suelen brotar alrededor de las cepas, después, al comienzo del verano, viene el azufrado de los incipientes sarmientos y racimos para evitar el ataque de plagas mil. Si queremos que la uva se solee, no es mala idea despampanar las cepas en el mes de agosto. La última tarea que se realizará en la viña será la vendimia: corta de los racimos, y su traslado al lagar para pisarla, prensarla y colocarla en los toneles para que comience la fermentación. Tras el período de fermentación vendrá un primer trasiego, más o menos con la luna menguante de enero, y con posterioridad el definitivo a los depósitos de aluminio en el que lo conservaremos hasta su embotellado o consumo. Cuando al final tienes ante sí un vasico de vino, lo saboreas porque sabes que es tuyo, que es natural – como dicen por la Alpujarra “es lo que ha dado la uva”–, es decir, sin aditivos, colorantes ni conservantes, y porque te da pena dejar perder la viña con sus centenarias cepas. Si te pusieses a echarle números casi te sale como un Vega-Sicilia o asimilado. Si no quieres hacer vino,  vende la uva al precio de unos 40 céntimos el kilo, verás cómo tus problemas económicos se solucionan de inmediato.

            Por todo lo anterior –simple detalle de lo que conozco de primera mano dicho por quien no vive del campo–, no puedo más que estar de acuerdo con todas las personas relacionadas con la agricultura y la ganadería que de forma multitudinaria se manifestaron en Madrid el pasado sábado clamando por sus más elementales derechos.

 

            Al día siguiente, en el mismo Madrid, el Presidente del Gobierno daba un mitin en el que anunciaba la aprobación en Consejo de Ministros de una ley de “economía sostenible” en la que se abogará por un nuevo sistema productivo más acorde con las necesidades reales de nuestra economía, se reformará el sistema financiero, se apostará por las energías renovables y por una potenciación de la investigación y de la educación.

            Nada dijo de las reformas necesarias de la agricultura  ni de las reglas de mercado en las que están basadas las relaciones entre productores, intermediarios, distribuidores, comerciantes y consumidores.

            Seguro que dentro de un tiempo sustituiremos las aceitunas o las almendras tostadas y la copita de vino por asemejados productos transgénicos de última tecnología fruto de arduas investigaciones, que un camarero magníficamente educado nos servirá en restaurante de cocina minimalista reconocido con tres estrellas en la guía Michelín.

            Y nos llamarán viejos por añorar lo que el campo producía.

 

Teodoro R. Martín de Molina. Noviembre de 2009.
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