Atardecer. Fotografía de Salvador Martín

OPINIÓN

De Panamá a la Alpujarra

 

Con el Presidente del gobierno en Panamá, este pasado fin de semana, al tiempo que algunos medios se hacían eco del careo entre Bárcenas y Cospedal en el que aquél le dijo lo de “Los papeles son auténticos y están escritos con la misma mano con la que hice dos entregas de 7.500 euros en B a Cospedal. Cospedal cobró sobresueldos como antes lo habían hecho sus antecesores”, la mayoría de los medios no paraban de repiquetear con la consigna del gobierno para tratar de capear el temporal.

“La recuperación ya está aquí, la recisión se ha acabado y España está saliendo de la crisis”. A esta consigna se une con ejemplar euforia el principal banquero del país  -como siempre lo hizo con el gobierno de turno- y nos cuenta y no para de la cantidad de capital extranjero que está entrando en nuestro país para invertir en todo tipo de negocio –especulativo, añadiría yo- lo cual, nos quiere dar a entender, que los anuncios gubernamentales son ciertos. De igual modo el Príncipe hace las veces de portavoz accidental de la Jefatura del Estado para dar un empujoncito al gobierno en su afán por hacernos creer que eso que nos cuentan no es un cuento chino, sino que es la verdad verdadera como reza el anuncio de  Yoigo.

Para estas manifestaciones se apoyan en lo que ellos llaman el cuadro macroeconómico y en los resultados de la bolsa, la prima de riesgo, las exportaciones y no sé qué más. Aspectos todos que poco o nada tienen que ver con el ciudadano de a pie, con el funcionario al que por cuarto año consecutivo se le va a congelar el sueldo, con el pensionista que ve como cada año cae su poder adquisitivo y que es mirado con envidia por la multitud de trabajadores que tienen su puesto en el aire y que ven mermados sus salarios año tras año, no hablemos de los parados que se tienen que conformar en muchos casos con nada y en otros muchos con los 400 euros, todos ellos que, con sus economía de andar por casa, se las ven y las desean para llegar a fin de mes sin dejar jirones en el camino.

Mientras todo esto ocurre allá en ultramar o en las alturas de las finanzas, aquí, a pie de obra, los trabajadores de Panrico, en medio país, y los de Fagor, en el norte, como los de tantas pequeñas y medianas empresas de menor renombre, se encuentran en la cuerda floja temiéndose lo peor. Y ni la subida de la bolsa, la bajada de la prima de riesgo, o los ingentes capitales que dicen vienen del extranjero se harán cargo de la situación de esos trabajadores, ni de las empresas, ni de los empresarios, aunque estos seguro que tendrán bien cubierto el riñón y el futuro más que asegurado alejado de los devenires de sus trabajadores que son los que las van a pasar canutas.

Verdad es que da cierta pena comprobar cómo marcas españolas que de una u otra manera han formado parte de nuestras vidas, van a la quiebra o son absorbidas por otras empresas extranjeras que, evidentemente, estarán más pendientes de satisfacer a la empresa matriz, que es la que aporta el capital, que a la empresa originaria y, mucho menos, a los trabajadores de éstas. No seremos pocos los que en este país hemos comido algo de la bollería de Panrico o hemos tenido a lo largo de nuestra vida algún electrodoméstico Fagor, pero por lo visto, y es nuestro sino, la mayoría de las empresas españolas han dejado de ser tales para desaparecer o bien pasar a manos extranjeras. Ya ocurrió con lácteos como El Caserío, Yoplait, Danone,  o con marcas de automoción españolas, desde Pegaso a Derbi, pasando por SEAT. De igual modo las empresas señeras españolas también han dejado de serlo en su mayoría y ahora dependen del capital británico, como Iberia, o italiano, como Endesa, pronto le llegará el turno a Repsol o a Telefónica y ya, poco nos quedará que perder.

Somos un país en el que la industria prácticamente ha pasado a ser inexistente. Si te das un paseo por los llamados “polígonos industriales” allí puedes encontrar de todo menos algo que se parezca a una  industria: talleres, distribuidoras, almacenes, logísticas varias, es lo que abundan por esos lugares, salpicado con algún que otro bar, restaurante u hotel.

Aquí, como en los tiempos de penuria, todo lo fiamos a la intercesión de los santos y a la gallina de los huevos de oro llamada turismo. Ésta parece que es la única industria que aún se mantiene en pie, aunque no sabemos por cuánto, el día menos pensado nos puede dar un susto parecido al de la industria del ladrillo y entonces sí que nos vamos a ver con una mano delante y otra detrás.

Nos quedaría la industria agropecuaria si es que los poderes públicos tomaran en consideración sus verdaderas necesidades y los productores recibieran el apoyo que su esfuerzo se merece, pero no, aquí todo se enfoca para el beneficio del intermediario, del distribuidor, de las grandes superficies y para nada se tienen en cuenta al agricultor, al ganadero, al que se deja el sudor a pie de obra para que otros con traje y corbata se lleven los beneficios. Aunque al paso que vamos no sería nada extraño que de nuevo tuviésemos que volver a la tierra para nuestro sustento.

Yo, por lo pronto y por si un caso, siguiendo el consejo de uno de mis hermanos, no pienso descuidar el huertecillo que tenemos en la Alpujarra.

 

Teodoro R. Martín de Molina. 21 de octubre de 2013.

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