Lloraba el libro lágrimas negras porque su autor lo tenía olvidado. Cada una de ellas se correspondía con una de las palabras y signos de su contenido; por eso, unas lágrimas eran muy largas, “esternocleidomastoideo”, y otras, como cagadita de mosca, difícilmente perceptible por el ojo humano, aunque el conjunto era importante. Cuando el autor se acercó al anaquel en el que guardaba el viejo manuscrito, apenas si reparó en la mancha negra que había en la balda sobre la que estaba su obra. Tras ojear sus páginas se frotó los ojos al comprobar que todas estaban en blanco. Pensó, resignadamente, que tendría que volver a escribirlo y tan sólo recordaba el título: “El cuento de nunca acabar”.
La monotonía del tono lo sacó de la monotonía de sus pensamientos. Al contestar volvió a la monotonía del día a día.
La viejecita del kiosco tenía un frío insufrible. Por mucha ropa que se pusiese, jamás volvería a encontrar el desnudo calor de aquel abrazo primero.
Todas las ranitas vivían felices en su charca. Todas menos una que ya estaba cansada de estar todo el día mojada. Por ello, cuando brillaba el sol, se pasaba horas y horas sentada sobre una piedra mirando al cielo donde revoloteaban pájaros de mil colores. -¡Cómo me gustaría poder volar del modo en que lo hacen esos pajarillos! Con ese deseo, comenzó a hacer sus pinitos. Así, cada día, se subía en una piedra más alta. Desde ellas se lanzaba al aire con sus manitas y ancas desplegadas tratando de, si no volar, al menos planear. A veces caía en plena charca, en otras ocasiones sobre el herbazal de la orilla. Un día, al saltar, como por arte de magia, vio con sus asombrados ojos saltones como la charca se quedaba atrás y bajo ella se iban sucediendo paisajes desconocidos que nunca pudo imaginar. De repente entró en un lugar en oscuridad total, más oscuro incluso que las noches en las que la luna no se dejaba ver en el cielo, al tiempo que oyó el graznido agradecido de una garza del humedal cercano.
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