Atardecer. Fotografía de Salvador Martín

LA GACETA DE GAUCÍN

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OPINIÓN

Con el rabo matan moscas

 

Ya sabéis cómo comienza el refrán. En este caso en vez de al diablo nos podemos referir en plural a los políticos que, como si no tuviesen nada mejor que hacer, dedican su tiempo y nuestro dinero en vanas diatribas con las que se pretenden ensalzar o denigrar, depende del barrio, algunas costumbres o tradiciones seculares que ni necesitan del apoyo de los oportunistas para mantenerse, ni de planteamientos catastrofistas para que vaya languideciendo y, por su propio pie, terminen relegadas al ostracismo porque la mayoría de los ciudadanos, por los motivos que sean y porque los tiempos cambian, no comulgan ni con la forma ni con el fondo de la tradición.

            Como habréis adivinado me vengo a referir al rifirrafe que se ha montado en Cataluña a la hora de debatir en su parlamento la iniciativa popular que insta al mismo a prohibir las corridas de toros en toda Cataluña. Los argumentos a favor y en contra que los distintos invitados a comparecer han expuesto ya vemos los ríos de comentarios que han suscitado en toda la opinión publicada y de los que, como buenos borreguitos, solemos hacernos eco la opinión pública. Pareciera que no tenemos opinión propia.

            Después, sin perder ni un solo segundo, la lideresa madrileña, automáticamente seguida por sus más insignes correligionarios periféricos, aprovecha la ocasión para contraatacar declarando las corridas de toros, o lo que llaman fiesta nacional para darle mayor empaque acorde con su sentir, bien de interés cultural, con lo cual, aún sin quererlo, viene a dar la sensación de lo que muchos, a los que ni nos va ni nos viene el asunto, venimos apreciando: la decadencia de las corridas de toros como en su momento ocurrió con el boxeo. Las corridas de toros, al parecer, necesitan ser protegidas no porque en Cataluña las quieran prohibir, sino porque por sí mismas ya no se aguantan. El día en el que la televisión deje de interesarse por el tema, la pendiente descendiente del llamado bien cultural quizás sea prolongada pero seguro que sin retorno.

            Por ello no entiendo cómo en Cataluña, región en la que prácticamente es simbólico el número de corridas que se celebran al año y la mayoría de ellas enfocadas a los turistas, se preocupan los políticos por dar pábulo a iniciativas que, por muy populares que sean, solamente provocan la pérdida de tiempo y la contrapartida anti-catalanista de todos los que necesitan muy poco para ahondar en la herida, a no ser que sea eso lo que se pretenda.

            Yo que, desde que en el casino de mi pueblo, allá por los años sesenta, viera las corridas televisadas en cuyo transcurso asistía atónito y divertido a las discusiones entre los partidarios de “El Cordobés” y los de Diego Puerta, o cualesquiera otros toreros de la época, jamás he vuelto a pararme delante de un televisor a ver cómo entre varios hombres con artimañas varias tratan de marear a un toro hasta que el que parece más principal se decide a acabar con su vida entre los vítores o los abucheos de un público enfervorizado. Por supuesto jamás he traspasado la entrada de una plaza de toros a no ser que haya sido para ver un espectáculo musical o tomarme unas cañas en los espacios de las mismas habilitados hoy en día como bares y restaurantes de modo que los empresarios taurinos puedan sacar algún provecho a sus inversiones millonarias pues parece que con lo estrictamente taurino no tienen para mantener el “cartel”.

            En aquellas corridas de toros que vi en mi niñez no quedé impregnado del magnetismo de las mismas, ni jamás aprecié el arte que dicen encerrar los que practican tal actividad, como mucho me apercibía del valor o del miedo con el que los más afamados toreros se enfrentaban al animal. Haciendo un más que considerable esfuerzo puedo entender que existan personas que vean arte en tan singular profesión y que sean capaces de vibrar ante la presencia agonizante de un animal que ha luchado hasta la muerte sin ninguna posibilidad de éxito, es decir de salir con vida. Serán personas más sensibles que uno al modo en el que el torero coge la muleta, pone la mano, cita al toro con su voz, mueve el capote o clava el estoque hasta la empuñadura en las entrañas del animal. Serán personas más entendidas que uno que disfrutan cuando el toro empuja con todas sus fuerzas al caballo del picador mientras recibe los puyazos de rigor, o cuando las banderillas cuelgan del lomo del toro haciendo que la sangre le corra por los costillares y sirva para impregnar el traje de luces de los toreros que más se arriman. Seguro que serán personas que podrán rebatirme todos estas pequeños detalles que esbozo a modo de inventario de lo que quedó en mi inocente mirada de hace más de cuarenta años después de ver lo que vi.

            A todas estas personas que saben apreciar lo que los insensibles no sabemos, no las va a convencer el parlamento de Cataluña si, llegado el momento, prohibiese las corridas de toros; a aquellos que piensan lo contrario, la declaración de bien cultural por parte de los defensores de la tradición tampoco los van a convencer por mucho que se empeñen. En mi opinión el futuro de las corridas de toros no depende de lo que debatan, aprueben o rechacen unos, o de las declaraciones o equiparaciones absurdas que pretendan otros, su futuro dependerá de sí mismas y, sobre todo, del dinero que ganen todos los que están a su alrededor. Ése es el elemento decisivo, como por desgracia ocurre en casi todos los órdenes de la vida en la actualidad. Si hay negocio habrá toros, en el momento que dejen de ser rentables se acabarán. Cuando mucho quedarán festejos testimoniales que durante no sabemos cuánto tiempo nos recordarán que una vez existió eso que algunos dieron en llamar la fiesta nacional.

            Los aficionados a los toros y sus contrarios que sigan discutiendo si son podencos o son galgos, del sexo de los ángeles o de aquello que les venga en gana, pero los políticos, por favor, que se dejen de matar moscas y dediquen su tiempo a temas más importantes y próximos al común de los ciudadanos.

          ¡Será que no los hay!

 

Teodoro R. Martín de Molina. 7 de marzo de 2010

 
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