Atardecer. Fotografía de Salvador Martín

LA GACETA DE GAUCÍN

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OPINIÓN

"SÍMBOLOS"
   
     Está el patio algo movido en estos últimos días con el asunto de los símbolos. Y a mí me deja el tema bastante indiferente, pero…
    De todos aquellos con los que en mi infancia trataron de moldearme el espíritu y el raciocinio sólo me quedo con el que nos representa a los que, con mayor o menor acierto, pretendemos ser seguidores de Cristo. Llevo en mi pecho la que no pesa y sobre mis espaldas las varias que todos estamos destinados a portar. Y, a pesar de ello, no son pocas las dudas que a veces me asaltan por mí mismo y, en no pocas ocasiones, cuando veo lo que vemos y oigo lo que oímos en los que dicen ser sus máximos representantes en la Tierra.
    Y si esto es así, qué decir de aquellos otros terrenales símbolos por los que al parecer hay tantas personas dispuestas a llegar al sacrificio mayor de la entrega de la propia vida o a la iniquidad máxima de cercenar las de los que no ven las cosas como ellos. Lo siento, mas el Señor parece no haberme llamado por el camino del martirio y en estos menesteres no estoy dispuesto a llegar más allá de gastar algo de mi tiempo, que poco vale, y algunas de mis neuronas, que tampoco están por las nubes, en tratar de discernir sobre la futilidad de los llamados símbolos patrióticos y de los que algunos hacen una apología hasta extremos que yo, particularmente, no llego a comprender.
    Para mí lo importante no son los símbolos sino las personas, los ciudadanos  de modo individual o colectivo, que están bajo, junto a, o detrás de ellos, o cualquier otra preposición o frase preposicional que bien venga al caso.
    Si analizamos someramente la historia, pronto comprobaremos cuál es el valor que tiene el símbolo de una corona, una mitra o una bandera, una insignia, escudo o himno –por citar algunos ejemplos–. ¿Podemos creer que esos símbolos aportan carácter? No pienso que así sea. Está claro que son las personas las que los enaltecen o mancillan con sus actitudes y comportamientos. La propia historia nos enseña que no siempre han sido individuos a los que podamos tener como ejemplo los que han sido estandartes de ellos. Hoy en día, los representantes de muchos de esos símbolos son también, como en todas las épocas y situaciones, individuos con sus claro oscuros, con sus luces y sombras, tan dignos de encomio como merecedores de reproches no poco merecidos. Nadie es perfecto y no todos podemos obviar los defectos de las personas que se amparan tras los símbolos, a pesar de que algunos se obcequen en anteponer el símbolo a la persona, la institución al individuo. El símbolo es una entelequia, un ente abstracto, bajo cuya capa se oculta mucho aprovechado que sólo pretende el amparo del fuste que pudiera tener pero que, sin embargo, poco aporta al enaltecimiento o salvaguarda del mismo. Han sido y son las personas las que los hacen grandes o pequeños en cada momento concreto de la historia.
    En otro orden de cosas, me pregunto qué derecho tiene uno para anteponer su símbolo al de los demás, porque en muchas ocasiones la guerra de los símbolos se basa en eso: en querer colocar el mío sobre el tuyo. Para cada uno de sus devotos o adeptos tan importante es la cruz del cristiano como la media luna del musulmán, la hereditaria corona del monarca como el acta de nombramiento del presidente de república, la bandera del estado como la de cualquier nacionalidad, la mitra de un obispo que la kipá de un rabino, o el banal escudo del Atleti como el del Barça. Tan legítimo y plausible es defender una u otra postura, lo fundamental es respetar al otro, al que no piensa como uno, al que opina distinto. Pero vivimos en un mundo competitivo en el que lo que prima es el triunfo de uno sobre otro y todo lo que suponga aceptación del otro es tomado como rendición cuando no como cobardía o bajada de pantalones.
    Siendo importante la cruz, la verdadera importancia la tiene el que la llevó y murió en ella, no porque sí, sino por el ejemplo que dejó y la Palabra que nos legó, y después de Él todos aquellos que fueron dignos sucesores de su doctrina, que no siempre coinciden con los que se autoproclaman tales. De igual modo podríamos decir de algunos monarcas, líderes, guerreros, patriotas, etc, pero también podríamos decir todo lo contrario de muchos de los que hablando y actuando en nombre de esos símbolos lo único que hicieron fue degradarlos y dejarlos a la altura que sus oponentes deseaban verlos.
    Si el que ostenta una corona, enarbola una bandera o se apoya en báculo de plata da ejemplo con sus actos y aporta sabiduría y sensatez con sus palabras, bueno será tenerlos en alta consideración, a ellos que no a los símbolos, pues estos pueden haber estado o pasar a manos de otros que para nada sean ejemplo de algo, sino todo lo contrario, como hemos podido comprobar con nombres y apellidos a lo largo de la historia de la humanidad. Es claro y notorio que el símbolo no imprime carácter por mucho que algunos se empeñen en ello.
    No son pocos en nuestro país los que bajo el palio de tal o cual institución, pública o privada, día tras día son exponentes de todo lo contrario de aquello que debían defender y la utilizan como escudo en el que se cobijan para, en ocasiones, con sus actitudes atacar los valores más elementales del símbolo bajo el que se parapetan. Otros sólo pretenden adueñarse de ellos y utilizarlos en beneficio propio, y muchos utilizan tal discurso y aportan tan mal ejemplo que sólo con verlos u oírlos te alejan de lo que pretenden enaltecer con sus acciones y palabras. Yo no quiero estar junto a ellos, por tanto que no me llamen a luchar por símbolos. Que sólo me animen a defender a las colectividades o individuos cuando creamos que son merecedores de ello, para lo que no es necesario que sean cabezas visibles o defensores de unos u otros símbolos, sino ciudadanos rectos en su proceder y en sus convicciones.

Teodoro R. Martín de Molina. Octubre de 2007

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