Atardecer. Fotografía de Salvador Martín

LA GACETA DE GAUCÍN

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OPINIÓN

"OPERACIÓN ALHAMBRA"
   
    Llegué a la oficina principal de correos de Granada, en Puerta Real, tras esquivar con cierta maña los distintos chiringuitos montados por el Ayuntamiento y algunos establecimientos particulares en los que se me ofrecía la oportunidad de votar para que la Alhambra sea elegida como una de las siete nuevas maravillas del mundo, pero que no me daban la opción de votar por el Taj Mahal o la Gran Muralla China, ni ninguna de las otras dieciocho finalistas, así que o votaba por la Alhambra o me iba sin votar. Fue lo que hice.
    Al entrar en el edificio reparé en un hombre sesentón de aspecto estrafalario, cuerpo algo rechoncho, piernas arqueadas y pasos cortos e inseguros. Iba tocado con un sombrero de fieltro echado hacia atrás, seguro que para minimizar el calor del verano recién inaugurado, bajo el sombrero se percibía un rostro bonachón cubierto de poblada barba aún de color oscuro. Ojos vivos tras los vidrios de unas lentes redondas, labios carnosos y lengua caudalosa. “Voy a ser el único granadino que vote por la Torre Eiffel”, repetía una y otra vez a todos los que estábamos en la especie de claustro rodeado de ventanillas donde se ponen giros postales, se envían cartas urgentes o paquetes con ¡quién sabe qué! en su interior.  Pocos le hacían caso, mas él seguía con su retahíla al tiempo que solicitaba del empleado de la ventanilla 8 el precio del envío que acababa de encargar. “Dos euros con treinta y cuatro”, le dijo el funcionario. “Miraré a ver si tengo suelto, si no me veré obligado a cambiar el billete de quinientos euros”, decía el señor mientras rebuscaba entre sus bolsillos las monedas suficientes para pagar.
    Detrás de él, a unos pocos metros, un guardia de seguridad lo observaba. En cuanto pagó los dos con treinta y cuatro, lo animó a mantenerse en silencio o, en otro caso, a que abandonase el local.  Sin argumentar nada el caballero dicharachero empujó la puerta giratoria y salió de la oficina de Correos. Antes de perderlo de vista me apresuré, me acerqué a él cuando comenzaba a bajar las escaleras de acceso y le comenté que yo no iba a votar a la Torre Eiffel, pero tampoco a la Alhambra, ni a ninguna de las otras candidatas a ser una de las Siete Nuevas Maravillas del Mundo. El hombre me miró de arriba abajo sin detenerse mucho en mi persona, siguió su camino y al llegar a la puerta comenzó a repetir a los transeúntes lo de que iba a ser el único granadino que votase a la Torre Eiffel. Los voluntarios que repartían postales con una imagen de la Alhambra y los números de teléfonos a los que llamar para votar comenzaron a pedir a voz en grito el voto para el monumento granadino, con lo que consiguieron apagar las voces del único granadino votante del monumento de París.
    Este incidente, si es que así se pude llamar a lo narrado, me da pie para exponer algo que, desde que comenzó el bombardeo de la solicitud de voto para la Alhambra, me viene rondando.
    En nuestro país –supongo que importado de otros– el fenómeno de seleccionar a los candidatos de cualquier competición por medio de las llamadas telefónicas a determinados números –novecientos algo− o el envío de SMS a través de los móviles se implantó con la aparición del programa Operación Triunfo, después se correría la fiebre como la pólvora. Cada llamada suponía un voto para el concursante y unos céntimos para los patrocinadores, que gracias a la predisposición de los telespectadores hacían caja a su costa. Los ayuntamientos y otras instituciones se unieron a los familiares y amigos de los concursantes y entre todos consiguieron que el paisano o el vecino tuviesen su momento de gloria y ellos con él.
    Debo de ser un antiguo. Nunca me sentí atraído por el sistema y jamás concedí mi voto a ningún concursante, tampoco envié mensaje para opinar ni participé con mis llamadas o SMS en los premios que dicen sortear entre los participantes y, por tanto, en absoluto he engrosado la caja de los patrocinadores. Así que me puedo considerar entre los que en nada colaboramos con el beneficio económico de las cadenas de televisión o de las empresas que producen programas para aquellas.
    De todos los programas de “triunfitos” que han existido ¿cuántos son los concursantes que han llegado a convertirse en estrellas de la canción? Pienso que si exceptuamos a Bisbal y tal vez a Rosa –ambos de la primera promoción− del resto difícilmente seríamos capaces de recordar dos o tres nombres más.
    Mucho me temo que algo así va a suceder con la campaña promovida por el millonario suizo Weber para la elección de las nuevas siete maravillas del mundo. Una vez que todo este jolgorio pueblerino en el que se ha convertido la nominación de nuestra Alhambra pase, todo seguirá como estaba; todo menos los bolsillos de los ingenuos y bienintencionados votantes, los estómagos de autoridades, asimilados y lapas, y sobre todo el multimillonario bolsillo del promotor y los de los otros promotores a niveles local, provincial, autonómico y nacional que no pierden la oportunidad para auto promocionarse a costa del monumento nazarí.
    Poco precisan las veintiuna seleccionadas que aparecen como finalistas, y todas las que no llegaron a esa final, de más publicidad. La Alhambra, en concreto, lo que necesita es que su cuidado y mantenimiento sea el idóneo y que las autoridades en vez de estar pendientes de ir pidiendo el voto a los ciudadanos de a pie para nuestro monumento y de convite en convite, recepción en recepción, y acto en acto, siempre a expensas del contribuyente o gorroneando, dediquen sus esfuerzos a que se   mejore su estado actual, se cuide con el mayor de los esmeros y se publicite lo necesario para que su uso como elemento turístico-cultural y de llamada para tanto y tanto visitante hagan que sea conocido por sí mismo y no porque a un suizo se le ocurrió la “brillante” idea de ganar dinero con el merchandise de todo el concurso, y para que algunos personajes ávidos de protagonismo se lo pasen pipa a costa del monumento y de todo lo que el concurso conlleva.
    Amén de todo lo anterior, no me explico muy bien por qué tienen que ser siete y no treinta y siete, tampoco por qué el número entre las que hay que elegir es de veintiuno y no otro, así mismo no sé muy bien qué similitudes guardan la Estatua de la Libertad y el Machu Pichu, por ejemplo. Estoy convencido de que de partida todo el proceso está trucado pues no tienen las mismas posibilidades de votar los habitantes de la selva peruana que los de los países potentes, tecnológicamente hablando, y otras muchas consideraciones con las que no quiero hacerme pesado. Por ello yo abogo porque se dejen las cosas como están y que los entendidos del tema –llámense científicos, expertos, investigadores, especialistas…–, sean los encargados de declarar bienes, parajes o monumentos de interés nacional o turístico, o patrimonios de la  humanidad, del universo, o cualquiera otro de los nombres con los que se conocen, a los lugares dignos de ser resaltados por su belleza, características, historia, cultura o aportación, del tipo que sea, a la consolidación y transmisión de la civilización que los crearon o en la que se asientan.
    Cuando los que eligen algo o a alguien lo hacen con el corazón y por motivaciones pasionales, de paisanaje o proximidad, lo más fácil es que caigan en el error, por ello sería conveniente que dejasen este tipo de votaciones para chorradas del tipo de “Mira quién baila”, “Gran hermano” o similar. Que los necesitados de expresar su opinión en tales eventos lo hagan, pero ¡por favor!, a la hora de, nada más y nada menos, elegir a las pretendidas siete nuevas maravillas del mundo se recurran al mismo método me parece una barbaridad digna de ser reseñada aunque sólo se haga a través de esta humilde publicación en internet, a no ser que queramos equiparar a las nuevas maravillas con los Bustamante, las de Late, y compañía. ¡Qué pena, poner a unos y otros en el mismo bombo!
Teodoro R. Martín de Molina. Julio, 2007


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