Atardecer. Fotografía de Salvador Martín

LA GACETA DE GAUCÍN

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OPINIÓN

"¡OLE QUÉ PRECIOS!"

    “Dime de lo que alardeas y te diré de lo que careces”. Es un refrán que bien podría serle aplicado a muchos de los anuncios  con los que nos bombardean a diario los medios de comunicación, con singular empeño la televisión.
     No soy yo de los que le presta mucha atención a los mencionados reclamos, pero, quieras que no, cuando te colocas frente, o de medio lado, al televisor no tienes más remedio que oír lo que en los largos intermedios de la inmensa mayoría de los programas te envían los publicistas para tratar de llamar tu atención y hacer que recurras a los productos o a los comercios que en sus mensajes subliminales nos suelen presentar como lo mejor de lo mejor, con los que conseguir, o en los que conseguir, lo más bueno, lo más bonito y lo más barato.
    Es evidente que la mayoría de los profesionales de la publicidad deben de ser gentes que se lo han currado duro y que deben de tener más que merecida la confianza que reciben por parte de las empresas que recurren a ellos para conseguir atraer al público hacia aquellos productos en los que han puesto todas sus ilusiones, amén de sus dineros. Suele ser tan buena, en general, la publicidad que nos ofrecen dichos profesionales que, no en vano, son muchos los entusiastas de los anuncios y dicen que incluso existen telespectadores que se sienten más atraídos por los intermedios que por los programas que emiten las distintas cadenas (algo que tampoco es muy difícil de entender, visto lo que se ve).
     Hoy quisiera referirme a un par de campañas publicitarias que desde hace algún tiempo me llaman poderosamente la atención por su permanencia en las pantallas, ya que no encuentro en ellas nada de lo que, como antes decía, parece adornar a la mayoría de las campañas que producen nuestros publicistas. Cada vez que veo un de sus spots algo se me remueve en el estómago pues creo que el respeto que los publicistas deben a aquellos a los que se dirigen queda en entredicho, pues en ambas se menosprecia el nivel intelectual de los telespectadores que casi a diario lo padecen o lo disfrutan, que no sabe uno muy bien qué pensar.
    Sin desearlo,  nos topamos con los anuncios de la multinacional láctea que parece haberse transformado en una de productos de parafarmacia, pues tanto el Danacol, el Actimel o el Activia nos los presentan como productos con propiedades más allá de las puramente alimenticias, que en principio deberían de ser las suyas, transformándolos por el procedimiento de repetirlo una y otra vez en brebajes o pócimas mágicas que con su ingesta nos llevarán (“según reconocidos expertos y/o estudios científicos”), al control del colesterol, una mayor vitalidad o la adecuada funcionalidad del tracto intestinal. Así no es de extrañar que en algunas consultas médicas a la pregunta del doctor a determinados pacientes si tiene algún tratamiento, éste o ésta responda con gran entusiasmo: “Todas las mañanas me tomo un Actimel, en ayunas”. Podemos imaginarnos la cara de perplejidad del facultativo, que se siente marginado y suplantado por el influjo que la publicidad ejerce en los asiduos receptores de su diario y pertinaz repetición.
    Y ¿qué decir de la emblemática frase del anuncio de la cadena de supermercados que da título a estas líneas? Cuando ante la dramática o trágica situación que se nos presenta, ambientada en un culebrón sudamericano al uso, uno de los protagonistas responde aquello de: “Pero sé que la pechuga de pollo, la cinta de lomo o el plátano canario, están a tanto el kilo”, como si todo lo demás careciera de importancia. Uno, mientras escucha lo de “¡Ole qué precios!”, dice por lo bajini: “Ole tus h…” Qué capacidad para captar lo que verdaderamente interesa al telespectador, más allá del desarrollo de la trama “culebril”. Independientemente de que parezca que en esa cadena de supermercados sólo venden estos tres productos, o son los que únicamente rebajan pues son los que se repiten día tras día en cada intermedio entre tal o cual culebrón o entre tal o cual programa del corazón, no cabe duda que el publicista ha sabido dar con la tecla apara alienar aún más, si ello fuese posible, al público que en esos momentos está delante del televisor.
    Bien, pues a pesar de mis escépticas palabras anteriores, no sería de extrañar que cualquier día de estos, completamente convencido de lo que hago, me vea entrando en un Supersol a comprar los rebajados productos y, de paso, varios packs de los derivados de la leche que, con el añadido de bífidus y otras lindezas transgénicas, me ayuden a bajar mis niveles de colesterol, me revitalicen el organismo o me hagan sentarme cada mañana en el inodoro para no tener problemas de retenciones intestinales.
    Tal es el poder de la publicidad, que hasta puede que pueda con los que más renegamos de ella. Confío en que vosotros no seáis tan débiles como yo.

Teodoro R. Martín de Molina. Noviembre de 2008
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