Atardecer. Fotografía de Salvador Martín

LA GACETA DE GAUCÍN

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OPINIÓN

MARBELLA, LINDA MARBELLA

  A finales de los sesenta y comienzos de los setenta, los catetos de la sierra nos atrevíamos a adentrarnos en el para nosotros alucinante mundo de la Marbella cosmopolita, de lo más “chic” y lo más “in”, la Marbella de don Jaime de Mora y Aragón. En ocasiones nos cruzábamos con su monóculo y sus bigotes mientras en la discoteca Kiss intentábamos hacer pinitos con el idioma foráneo, y otros menesteres, al amparo de las nórdicas y centroeuropeas que comenzaban a proliferar por nuestras costas. También hacíamos incursiones nocturnas en el Pepe Moreno o nos alejábamos algo más allá, hasta la calle San Miguel en Torremolinos, y nos embelesábamos con la música psicodélica de Tiffany’s. Algunos veranos, para que hacer turismo no nos fuese gravoso y seguir con las prácticas, solíamos trabajar en algún hotel o chiringuito de la costa. Ya, por aquellos entonces, si se tenía un poco de inquietud y algo de disconformidad con el régimen imperante, solíamos prestar oídos a los comentarios sobre los auténticos dueños de la mayoría de las propiedades de la incipiente y floreciente Costa del Sol malagueña. Los nombres de políticos del régimen aparecían asociados a las grandes promociones inmobiliarias junto con otros menos notorios, mas no por ello menos agraciados en propiedades, como los de algunos empresarios venidos de otras latitudes.
Aquella naciente Costa del Sol en la que muchos de nuestros paisanos comenzaron a tener unos horizontes más halagüeños trabajando en la construcción o en sus complejos hosteleros, auténticos oasis de lujo y confort en unas todavía pueblerinas localidades, ya comenzaba a verse involucrada en asuntos poco claros como lo fue el caso Sofico ―aquellos edificios del caballito de mar―, en el que unos cuantos “hicieron su agosto” a lo largo de varios años a costa de muchos ingenuos.
En aquellos tiempos, esa zona costera repleta de arboledas y tierras vírgenes, salpicada con algún que otro chalet de algún personaje ilustre del cine o del espectáculo, desde los arrabales del pequeño pueblo pesquero hasta llegar a las cumbres de las sierras colindantes, ya comenzaba a dar señales de que algunos avispados acabarían con los árboles y con la virginidad del paisaje sustituyéndolos por asfalto y hormigón y engrosando sus cuentas corrientes de modo escandaloso, pero bien vistos por los poderes políticos y fácticos de la época, por algo sería.
Pues bien, de aquella Marbella, paradigma de tantas cosas, guardo recuerdos agradables que ni el señor Gil, factótum del lugar a partir de los noventa, consiguió con su gestión que desaparecieran.
Me desagradaba sobremanera el personaje y, además del personaje, todos aquellos que, pobres diablos, lo apoyaban y, elección tras elección, les daban sus votos para que siguiera mangoneando a su antojo y convirtiendo a un lugar tan hermoso “per se” en una cueva de ladrones de todo tipo y calaña y de la más baja estofa. La cohorte de la que se rodeó, y él mismo, podían y pueden ser catalogados de cualquier cosa menos de políticos. La corrupción en ese municipio no sólo es política, es una corrupción social que abarca desde el primer edil al último de sus votantes por muy ignorantes que se nos quieran presentar ahora. Tanta culpa tienen él como ellos, uno por embaucador y otros por dejarse embaucar por la verborrea fácil del que con falsos razonamientos lógicos, auténticas falacias, en la que partiendo de premisas que pudieran ser tenidas por ciertas se llegaba a una conclusión falsa, tan falsa como los personajes, hacía que todos la asumieran como verdadera.
Han sido necesarios casi quince años para que, tras la tercera o cuarta intervención de la justicia, a los marbellíes se les haya caído la venda de los ojos y hayan visto claro la falsedad de los planteamientos de Gil y sus sucesores. Mientras tanto unos cuantos han amasado inmensas fortunas corrompiendo y corrompiéndose aun más, si ello fuera posible. Marbella, fiel a su historia, volvió a resurgir como paradigma del glamour y, en esta ocasión, además, de la corrupción.
Y todo se pega menos lo bonito. Así la costa española desde Ayamonte a Cadaqués, sin dejar atrás a los dos archipiélagos, está repleta de marbellas que poco a poco irán aflorando y dejando al aire nuestras vergüenzas si es que aún conservamos algo de ellas. Mas no es solo la costa. Si viajamos por cualquier parte de España deben de ser muy pocos los kilómetros por los que circulemos sin que a nuestro alrededor no divisemos alguna vivienda cuando no una urbanización de mayor o menor tamaño, amén de los ostentosos campos de golf con sus adosadas viviendas en las que los golfistas puedan vivir y los “golfos” se llenen sus bolsillos, complejos turísticos, de ocio, hosteleros, etc. Lugares todos en los que tienen fácil acogida todos los negros dineros de los turbios negocios de tanto y tanto espabilado como abunda en este nuestro país de “pícaros”.
Además, los prohombres de turno nos tratan de hacer tragar con la rueda del progreso como justificación, y al amparo de él se cometen todas las barbaridades urbanísticas y ecológicas de las que solamente llegan a nuestros oídos un mínima parte, pues son muchos a los que no les interesa que se aireen, y a aquellos el único progreso que les interesa, y del que entienden, es el económico propio y el de esos otros a los que apoyan o en los que se apoyan.
Ya, en el primero de los artículos de opiniónque aparece en esta web, en los albores del 95, defendía la tesis de que la corrupción que se le pretendía adjudicar a los políticos en general, y a los de un determinado signo en particular, era una falacia más, puesto que la corrupción no está circunscrita al ámbito de la política ―aunque sea el que más suene, por razones obvias―, abarca a todo el entramado social. Los políticos (honrados y corruptos como cualquier hijo de vecino), no brotan por generación espontánea, sino que surgen de la sociedad y, además, no son los únicos que aparecen involucrados en los casos de corrupción conocidos; junto a ellos siempre asoman empresarios, promotores, abogados, banqueros, notarios, y otros profesionales liberales así como miembros de los
cuerpos de seguridad, funcionarios y todo aquel que ha tenido oportunidad de estar en contacto con lo que corrompe ―que en definitiva es el dinero fácil―, y no tuvo principios ni fuerza suficientes para hacerlos valer ante la tentación.
Marbella que fue punto de mira y admiración de tantas cosas para aquellos a los que nos llegaban sus ecos y los de sus vecinas hermanas costasoleñas a través de la sierra Crestellina o la de las Nieves, cruzando el Genal por entre barrancos y veredas, lo es ahora, para su desgracia y la nuestra, por motivos que nada tienen que ver con el título que el recuerdo de juventud me ha llevado a poner a este artículo que escribo en la confianza de que estos últimos sucesos quizás nos sirvan de ejemplo, más bien de advertencia, para que no nos dejemos deslumbrar por aquellos que nos ofrecen el oro y el moro a cambio de nuestro voto.

Teodoro R. Martín de Molina. Abril de 2006.