Atardecer. Fotografía de Salvador Martín

LA GACETA DE GAUCÍN

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OPINIÓN

"IDEAS FIJAS"
 
           Durante el martes y el miércoles pasados no tuve la oportunidad de seguir en toda su extensión el debate sobre el estado de la nación, así que cuando dispuse de tiempo me acerqué por algunos portales de internet para enterarme de cómo había ido el asunto y, como de costumbre, me encontré con lo de ídem.
    Por poner un ejemplo, en la web de la Cadena Ser los comentarios eran favorables a las tesis del gobierno y en la de El Mundo se inclinaban por las de la oposición, fundamentalmente las del PP. Tanto era así, que en sendas encuestas sobre quién había resultado vencedor del debate, si Zapatero o Rajoy, la opinión de los internautas os la podéis imaginar, lo que para unos era una victoria apabullante del Presidente del gobierno, para los otros era un triunfo por goleada del líder del principal partido de la oposición.
    Según la televisión pública el seguimiento de la retransmisión del debate no fue más allá del millón de telespectadores que unidos a aquellos que pudieran seguirlo en parte por la radio no llegarían, en total, a mucho más del doble.
    Si tenemos en cuenta solamente a los votantes de los dos principales partidos podemos llegar a la conclusión de que, aproximadamente, ha sido un escaso 10% de los mismos los que han tenido conocimiento de primera mano, y a ratos, del debate. Sin embargo, en los días siguientes, casi todo el mundo ha estado dispuesto a dar su opinión sobre las distintas intervenciones y las propuestas, o ausencia de ellas, de cada uno de los contendientes parlamentarios, así como a entresacar una frase o una propuesta con intención laudatoria o crítica –evidentemente, oídas de otros.
    Todo lo anterior me lleva a deducir que la mayoría de todos aquellos que, a nivel de calle, después pontifican sobre las bondades o maldades del discurso y planteamientos de cada uno de los líderes de los diferentes partidos políticos se basan fundamentalmente en lo que han oído o leído de los Francinos, Herreras, Losantos, Gabilondos, Pedrojotas y demás formadores de opinión. Y, en general, todos demostramos que somos poco proclives a dejarnos influenciar por los análisis que hagan los del otro lado por muy concienzudos y sesudos que puedan parecernos.
    Mucho me temo que serán muy pocos los que se van a poner a analizar los discursos, las réplicas, contrarréplicas y dúplicas para sacar sus propias conclusiones sino que nos guiaremos por lo que nos dicen en las radios, televisiones o periódicos que consideramos más próximos y, como ellos, acabaremos repitiendo cual papagayos los mismos latiguillos echando mano de las frases que a los periodistas les han parecido más o menos ocurrentes, o más o menos desafortunadas, sin entrar a analizar en profundidad la intríngulis, si es que la hubo,  de los distintos aspectos tratados en el transcurso del debate.
    Así que aunque los políticos, con toda su buena fe, se preocupen por intentar convencer a los que no piensan como ellos de la bondad de sus planteamientos, poco o nada tienen que hacer ante la abulia del electorado por todo aquello que no le suene bien a sus oídos. Unos y otros tenemos ya preconcebidas nuestras posiciones y sólo acudimos a los comentaristas y politólogos para que nos regalen el oído diciéndonos aquello que queremos que se nos diga y poco dispuestos a tratar de reflexionar sobre lo que no coincide con nuestra forma de entender los asuntos del día a día o los de más calado.
    Los votantes al parecer somos de ideas fijas y sólo los grandes desaciertos en las actuaciones de los gobernantes, o las notables pifias de los de la oposición, son los que pueden hacer cambiar de opinión a un escaso número que es el que hace que la alternancia en el poder sea viable, pues incluso lo que sea o pueda parecer positivo, como en todos los aspectos de la vida, se vende mucho peor que lo negativo que siempre es primera página de los medios.
    En esto de los debates, así como en las noches poselectorales, cada político y el partido al que pertenece, sabe hacer su lectura para que todos resulten ser vencedores, si no en realidad, cuando menos, vencedores morales, que eso nos da mucho ánimo pero que en verdad no sirve para nada sino para seguir engañándonos a nosotros mismos al tiempo que nos hace perder la perspectiva real de lo que con exactitud ha sucedido.
    Lo más perverso del asunto es que esas sensaciones nos las transmiten a los votantes que, por desgracia, actuamos de modo mimético con ellos, o con los medios que defienden sus tesis, y nos convertimos en propagandistas de toda la sarta de medias verdades que unos y otros nos hacen tragar.

Teodoro R. Martín de Molina. Mayo de 2009
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