Atardecer. Fotografía de Salvador Martín

LA GACETA DE GAUCÍN

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OPINIÓN

EXTRAORDINARIO/ORDINARIO


       “¡Dios mío, qué solos
    se quedan los muertos!”
Escribe Gustavo Adolfo Bécquer al final de una de las estrofas de la Rima LXXIII.
Es verdad que los muertos se quedan muy solos en su pacífica soledad, pero ¿y los familiares de los muertos? Depende.
Dicen que la muerte nos equipara, que a todos nos hace iguales. Eso deben de sentirlo los que ya ni sienten ni consienten. Los que quedamos aquí percibimos algo muy distinto. No todos los muertos son iguales, de igual modo que mientras que estuvieron vivos tampoco lo fueron. Ni lo somos.
La muerte de diecisiete militares españoles en Afganistán supuso, como todo este tipo de desgracias, desde mi punto de vista, un despliegue de medios, autoridades, informaciones, opiniones, discusiones, debates, y otras parafernalias, totalmente excedidas; sobre todo si lo comparamos, por ejemplo, con la atención que se le ha prestado a los más de veinte muertos en acci
dentes laborales -sólo en el sector de la construcción mas del cincuenta por ciento de ellos-, en los primeros seis meses del año en la provincia de Granada.
¿Qué tienen unos que no tengan otros?
Que yo sepa, el militar es un profesional que, en algunos destinos, desempeña una función de alto riesgo que debe tener más que asumida desde el momento en el que ingresó en el ejército. El albañil, el mecánico o el labrador son profesionales que también saben que corren más o menos riesgos dependiendo de la empresa con la que trabajen, pero que siempre los corren.
El militar trabaja por vocación, por las circunstancias y, evidentemente, también por dinero, y si voluntariamente se desplaza en misiones humanitarias, solidarias o de paz, sabe que su sueldo se multiplica por dos o por cuatro o por..., y asumen los riesgos porque “el poderoso caballero” es muy goloso y además porque piensan, como todo humano, que a ellos nunca les va a ocurrir lo que les sucedió a otros.
El arnés, los elevadores, el andamio, la red de protección, la revisión de las máquinas... es un tema que a la mayoría de los trabajadores antes citados les preocupa poco. Confían más en sus propias capacidades que en las medidas de seguridad que la empresa está obligada a proporcionarles. Tienen que llevar el jornal a casa, y si se echan unas horas extras, más jornal se lleva. ¿Cansancio? No, gracias, no me lo puedo permitir. El dinero sigue siendo igual de goloso.
Como vemos el móvil, la motivación, de la mayoría de las personas a la hora de ejercer su profesión es muy parecido: la vocación, la profesionalidad, las circunstancias, la confianza y... lo crematístico. Mas cuando ocurre la catástrofe, amigo mío, parece que de unos depende la continuidad de nuestro bienestar, tranquilidad, del sistema, del país como estado y como nación, etc, etc. Sus honras fúnebres, lo anterior y lo posterior, todo será retransmitido por radio y televisión en directo y en diferido hasta la saciedad, asistirán las más altas jerarquías de la ciudad, de la provincia, de la comunidad o de la nación. Estarán representados todos los estamentos, desde el último al primero, si es que en esto de los estamentos hay
prioridades. Recibirán condecoraciones, se creará una asociación para que cuide de sus deudos y defienda sus derechos. Los allegados recibirán indemnizaciones acordes con la importancia, el rango del fallecido y hasta con el momento político en el que ocurre la desgracia.
De los otros apenas depende nada, si acaso su desamparada familia que con mucha suerte, si todos los papeles están en regla, cobrarán una pequeña indemnización y les quedará le pensión mínima de viudedad. A su entierro, además de los íntimos, quizás acuda el alcalde de la localidad, si ésta es pequeñita, o algún concejal, o un representante del sindicato que la mañana siguiente al día de la muerte guardó, junto a cuatro camaradas más, cinco minutos de silencio a la puerta de la sede.
Y en la sociedad, en nuestra sociedad, vemos esto como normal. Nos lo hacen ver y así lo asumimos y para nada lo cuestionamos, y si lo cuestionamos no lo parece.
En el fondo yo pienso que todo se debe a una sencilla razón: la muerte en accidente o en acción de un militar, un representante de la ley, de un político o de otra persona de rango similar tiene tanta trascendencia porque es algo extraordinario. Las demás muertes no tienen nada de extraordinarias, son cosas del día a día, de lo ordinario, de la rutina a la que la sociedad y, mucho más, sus representantes se han acostumbrado y poca o ninguna consideración les merecen los que se fueron ni los que quedan. Y pocas soluciones aportan a éste indignante chorreo diario que a todos parece preocuparnos tan poco. Si no, a las pruebas me remito.

Teodoro R. Martín de Molina. Septiembre-2005.