Atardecer. Fotografía de Salvador Martín

LA GACETA DE GAUCÍN

colaboraciones     narrativa    romances   mis alumnos  enlaces   libro visitas   contactar   inicio  presentación

OPINIÓN

CRUZ Y CRUCES

Los que llevamos poco más de treinta años viviendo en Granada, en tan corto espacio de tiempo, hemos conocido la fiesta de las cruces en diversas modalidades, y hemos ido comprobando, en su transcurso, como una celebración pagano/religiosa se ha ido degradando, año tras año, hasta llegar al actual estado de las cosas en el que llamarla simplemente fiesta sería un eufemismo cuando no echarle un piropo inmerecido.

  Vergüenza ajena sentí cuando el pasado 1º de mayo comprobé por las informaciones de los medios de comunicación que mientras por las calles de Granada se habían manifestado alrededor de mil personas con motivo de la Fiesta del Día del Trabajo, en la Huerta del Rasillo, en el botellódromo habilitado por el Exmo. Ayuntamiento de la ciudad, en la previa al Día de las Cruces, más de treinta y cinco mil jóvenes, entre los venidos de distintas latitudes y los naturales y residentes de Granada, confraternizaban para beber y beber sin parar hasta alcanzar la gloria del coma etílico o de la meada más larga y continuada de toda la historia. Y aún no había comenzado la “fiesta”.

De soltero, recién casado y con nuestros hijos pequeños conocimos las cruces del Albaycin, del Sacromonte y aquellas otras que desperdigadas por el centro de la ciudad o las barriadas más castizas rivalizaban en hermosura y sobriedad. Se hacía el recorrido de una a otra y, si encartaba, entrábamos en algún bar de la zona donde nos tomábamos las frescas habas de la vega acompañadas de bacalao o salaíllas, al tiempo que refrescábamos nuestras gargantas con una caña de cerveza, un vino blanco o algún refresco para los que no probaban el alcohol. Todo lo que está circunscrito a un espacio concreto suele estar controlado (quizás por ello lo del botellódromo de nuestro ayuntamiento) y eso le ocurría a las cruces primeras que tuvimos la fortuna de vivir en Granada.
 
Una fiesta familiar y de vecinos ha acabado en pura anécdota ante la trascendencia mediática del dichoso botellón. La celebración de las cruces se fue extendiendo por el centro de la ciudad y por la mayoría de sus barrios. Se dejaron de circunscribir a los lugares de siempre y comenzaron a proliferar por doquier y, poco a poco, la colocación de una cruz conllevaba anejo la barra en la que se ofertaban las habas y el bacalao, y también las raciones de morcilla o chorizo, los pinchitos y cualquier otro aperitivo que pudiera apetecer, amén de las bebidas de siempre, más las de alta graduación alcohólica. Cualquier placeta, patio de colegio, rincón de entidad, etc., se consideraba adecuado para erigir una cruz con el “noble” propósito de recaudar fondos con destino a un viaje de estudios o a la asociación tal o cual.

Las reuniones de jóvenes han existido desde siempre. Si recordamos nuestros pícaros guateques de los sesenta no eran otra cosa que algo de botellón mezclado con la pimienta de un desperdicio masivo de aquellas hormonas en que tanto abundábamos. Algo parecido sucedía cuando nos trasladamos desde las casas particulares a las discotecas y supongo, ya eso algunos no lo hemos vivido, cuando los jóvenes comenzaron a frecuentar los pubs para al poco tiempo salirse a la puerta porque en su interior el ambiente se hacía irrespirable y el bolsillo se les quedaba tiritando. De las inmediaciones de los pubs a pasar a adquirir la bebida en el super o en la “tiendecilla” del barrio para ingerirla a tragos al modo de “cuchará y paso atrás” en cualquier lugar de la ciudad, fue todo cuestión de tiempo, de poco tiempo. La música se transportaba en los modernos aparatos a pilas, la bebida en sus recipientes originales y la mezcla se hacía bien en vasos de un solo uso, pero que todos usaban una y otra vez, o en el estómago sin pasar por el vaso.

En los últimos años la degradación era tal que cualquiera se permitía dibujar algo parecido a una cruz en la pared de cualquier rincón de la ciudad, colocar unos mostradores frigoríficos y comenzar a incordiar con los decibelios de un aparato de música que te volvía loco con sevillanas y con el “bacalao” que sustituyó al que acompañaba antes a las habas. Los excesos de la bebida eran más que perceptibles a lo largo y ancho de toda la ciudad durante esas noches y en las mañanas que las seguían. Las noches se confundían con los días y los festivos se enlazaba con puentes o con acueductos, daba igual.

Todo esto no surge de la nada ni son casos de individuos aislados y maleducados, esto surge de una sociedad, de la que todos formamos parte, que educa de esta manera. Y, como no sabe reeducar, se limita a reconducir las situaciones y se lleva a la manada a encerrarla en un redil en el que sólo se molesten a ellos mismos y dejen en paz al resto de la ciudadanía, eso sí, que viva a varios cientos de metros del lugar en el que se hacinan a los borregos.

Granada, lugar de mestizaje enriquecedor, cuna de culturas milenarias, ciudad en la que el simple hecho de pasear se puede convertir en algo inolvidable, gracias a la sagacidad de sus políticos de turno, a la avidez de algunos de sus hombres de negocios, va a terminar siendo señalada en el mundo entero no por ser la ciudad de la Alhambra, ni la de la más bella puesta de sol, ni la que duerme al pie de Sierra Nevada, ni la de tantas y tantas cosas hermosa que de ella se podrían decir, sino por ser la ciudad en la que de forma más fácil y legal se puede celebrar un botellón, bendecido, autorizado y organizado por sus autoridades para más gloria suya y más miseria de quienes los elegimos. Y ésta será la cruz que tendremos que soportar por no haber sabido controlar a tiempo las otras cruces.

Teodoro R. Martín de Molina. Mayo de 2006.
 

VOLVER A "OPINIÓN"