CIERTO TIPO DE
AVES
Sin preámbulos de ningún tipo: voy a referirme a dos especímenes de las carroñeras. Han existido de toda la vida de Dios. Uno las recuerda en el muladar de nuestro pueblo serrano, oteando el horizonte y apareciendo cuando estaban seguras de que el banquete lo tenían cuasi a su disposición. Primero llegaban unas, al poco las otras. A las que hoy me quiero referir también tienen dos patas, pero no poseen alas, parece que el olfato es el mismo que el que tenían aquellas de antaño. Las de ogaño nos las topamos por las aceras y en ocasiones no somos capaces de distinguirlas. Otras veces, en esto que llamamos la aldea global, las vemos a la legua. Suelen ser unas de bata blanca, mientras que otras lo son de pluma y pico suaves y lacerantes y, como sus iguales, ambas están siempre dispuestas al desgarro. Todo viene a colación de la enfermedad, larga y penosa, de Rocío Jurado. Prácticamente desde el momento en que se le detectó la dolencia que padece no había nadie que teniendo ciertos conocimientos de medicina pudiese vaticinar algo distinto al desenlace final que ese tipo de cánceres conlleva a pesar de los adelantos en la lucha contra tan horrible enfermedad. (No es que yo tenga esos conocimientos, pero sí se lo he oído decir a quienes los tienen). Es normal que en la desesperación y en el intento por conseguir alargar la vida del enfermo, éste y sus familiares se dejen guiar por los consejos de todo aquel que les ofrezca una cierta esperanza, un resquicio de luz por muy débil que ésta sea. Mas los doctores de Houston, como los de los hospitales españoles, debían estar seguros de que esas posibilidades sólo serían reales si por medio se cruzaba el milagro, lo sobrenatural, cosa bastante improbable. Las afamadas clínicas americanas, cuyos nombres casi siempre van unidos a aquellos que disponen de muchos medios, se aprestaron como cuervos con batas blancas a alumbrar esa pequeña vela de ilusión que haría concebir a Rocío y a su familia la esperanza de salir de lo que era imposible. Les habrán sacado “los ojos” (metafóricamente hablando), haciendo bueno el refrán, para al final devolverla a España en peores circunstancias que en las que se marchó, probablemente a sabiendas, cuando la recibieron al principio, de que todo iba a suceder como ha sucedido. Y mientras tanto, los buitres de la prensa, allí y aquí, a las puertas de hospitales y clínicas, en el domicilio de la enferma y con el despliegue de los medios que hicieran falta, han estado afilando sus picos y sus plumas para comenzar a sacar provecho del desenlace final (si no hubieran sacado bastante de todo el proceso de la enfermedad). Y argumentan en propia defensa que todo se hace por el amor que sienten por ella y por su obligación de mantener informado al público (vaya también el hato de pajarracos que estamos hechos) que tanto adora a la cantante. Si de verdad la quisieran, la quisiéramos, bien haríamos en dejarlos, a ella y a su familia, que sufran y sobrelleven estos malos trances como mejor puedan y que cuando llegue el final sean ellos los que informen a todos de un modo natural y civilizado, y sin que nadie pueda atribuirse la primicia de tan triste y esperada, como poco deseada pero inevitable, noticia. Ese sí que sería un homenaje a la tonadillera por excelencia, a la voz de la copla y del cante que como pocas hemos tenido oportunidad de oír. Y después que loen a la persona y a la artista de acuerdo con el talento que derrochó por los escenarios y platós de todo el mundo. Teodoro R. Martín de Molina. Mayo de
2006.
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