Atardecer. Fotografía de Salvador Martín

LA GACETA DE GAUCÍN

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OPINIÓN

"BAJO LA PIEL DEL OTRO"
 
    Si siempre siento envidia por ellos, hoy más que nunca. En este momento en el que quiero dar mi opinión sobre asunto tan candente en nuestro país como es el de la inmigración, envidio más que nunca a los doctos, a los historiadores y a todos aquellos que poseen un vasto bagaje cultural conseguido a base de estudio, investigación, trabajo y paciencia. Y es así porque pretendo hacerlo desde una perspectiva histórica y por ello precisaría de los tales conocimientos para hablar con cierto rigor. Mas, como soy un atrevido y ya sabéis que eso del rigor no va conmigo, me dejaré guiar por mis elementales nociones de historia y por mi evidente voluntad de tratar de sacar algo (impregnado de cierta ironía y tocado por la amargura y la tristeza) de lo poco en base a mi intuición y al diario observar del discurrir de nuestro convulso mundo.
Nosotros los españoles, los europeos, los occidentales, estamos que no nos llega la camisa al cuello porque unos miles, decenas de miles, cientos de miles, tal vez millones, de ciudadanos de otros países ansían por llegar a los nuestros en busca de un mínimo de bienestar que en los suyos, tal y como está hoy en día la justicia distributiva, no podrán llegar a conseguir aunque se dejaran en el intento todas las posibles vidas que en una hipotética reencarnación cualquier ser viviente pudiese llegar a disfrutar o sufrir, como parece ser es el caso, a lo largo de la eternidad.
Muro entre México y los Estados Unidos, Vallas en Melilla y Ceuta, guetos en tantas ciudades europeas, rejas en Padua. Todo ello en un vano intento por intentar evitar lo inevitable. Mientras tanto, por toda Europa el voto de la extrema derecha subiendo como la espuma a lomos de las olas de la xenofobia y el racismo más rancio. Aquel que hizo que muchos occidentales se enriquecieran a costa de los africanos que eran llevados como esclavos para cultivar sus plantaciones, cuidar de sus haciendas, y dejarse la vida para que la de sus amos fuese lo más regalada posible. Entonces no existían los cayucos ni las pateras tal y como los conocemos hoy, el blanco se adentraba en las selvas africanas y “cazaba” al negro, le “regalaba” el pasaje y lo transportaba a otras latitudes donde otros blancos se los quitaban de las manos por un puñado de monedas, después de comprobar el estado de su dentadura, que era como el espejo del resto del cuerpo. Y después de todo esto, cada domingo, religiosamente, asistían a los oficios religiosos de sus correspondientes confesiones porque había que estar a bien con el Todopoderoso, en nombre del que, en muchas ocasiones, se cometen tantas y tantas barbaridades.
Para que esto se produjera, con anterioridad hubo que “descubrir” América. De eso nos encargamos los españoles con la ayuda de un genovés. Y ¡vaya descubrimiento! Y ¡vaya descubridores! Sólo hay que dar un somero repaso por la historia personal y familiar de estos para darnos cuenta de que aquellos que se embarcaron eran la flor y nata, la creme de la creme, de cada una de las familias de más alta prosapia de la recién unificada España. No había fugitivo de la justicia, pillastre o malandrín que no encontrase pronto acomodo en el primer barco que zarpaba rumbo a las Américas. Cuando llegaron allá en sucesivas oleadas tan sólo se dedicaron a evangelizar y enseñar a leer y escribir a los indígenas (aunque ellos nada sabían del tema) que, en agradecimiento, les intercambiaban sus riquezas por las cuatro supercherías que llevaban, o bien, cuando no se producía de forma voluntaria el intercambio, eran pasados a cuchillo porque sus pertenencias ya no les pertenecían, ya eran propiedad de la corona española.
Al igual que los españoles, los demás países occidentales, siguiendo su ejemplo, se dedicaron a la modernización masiva de los indios del norte de América hasta casi exterminarlos, al estudio étnico de los aborígenes de las tierras del pacífico, y a enseñarles el verdadero camino de la felicidad a las tribus nómadas o sedentarias de todo el continente africano y del oriente medio. Y cada país tuvo su zona de influencia, y sobre ellas ejercieron su dominio a base de enseñarles muy poco y de expoliarles casi todo.
Esos países, cada uno a su estilo, violaron, saquearon, asesinaron y, con la bendición de todos los estamentos de la época, cometieron toda clase de desmanes y tropelías.
Cuando cayeron los grandes imperios, cuando ya quedaba poco que expoliar, y las crisis económicas se dejaron notar en occidente, se llevó a cabo la segunda invasión de los territorios vírgenes y así, de nuevo lo “más selecto” de la sociedad europea se embarcó rumbo a las tierras lejanas en busca del pan que aquí les faltaba. Y salieron de Sevilla, de Lisboa, de Cork, de Liverpool, de Amberes, de los
puertos del Báltico, de los de la Italia meridional…, y llegaron a Buenos Aires, a Santiago, a Sao Paulo, a México, a Boston, a New York, a Sydney, a Johannesburgo… y allende los mares los acogieron y muchos hicieron fortuna o, simplemente, tuvieron lo necesario para vivir con dignidad, y se integraron en una nueva sociedad que ayudaron a conformar entre todos…
Hoy los descendientes de aquellos esclavos, los descendientes de aquellos otros que presuntamente estuvieron bajo la protección de occidente, los descendientes de los propios europeos que tuvieron que emigrar, y otros muchos, llaman a nuestras puertas y nosotros en agradecimiento se las cerramos.
¿Qué diríamos si vinieran a nuestros países como nosotros fuimos a los suyos? ¿Si sus intenciones fuesen parecidas a las de aquellos europeos? ¿Si vinieran cargados de armas y dispuestos a hacer con nosotros lo que nosotros hicimos con ellos? ¿Si nos quisieran “evangelizar”? Vienen desarmados, agotados, vencidos, mendigando, y aun así les tenemos miedo, no los queremos con nosotros a pesar de saber que vienen a hacer los trabajos que nosotros no queremos llevar a cabo, cuando está demostrado que son un soporte vital para el auge económico de nuestros países, cuando se sabe que aún se necesitará durante muchos años de su colaboración para el funcionamiento de la máquina económica del todopoderoso occidente. A pesar de todo ello, su acento, su piel, su indumentaria, sus costumbres, nos siguen dando miedo; entre otras razones porque no los conocemos, ni queremos conocerlos.
Si sólo por un ratito nos pudiésemos adentrar en su piel, indagar en su corazón y en su cerebro, seguro que sentiríamos el latigazo del negrero, el filo de la espada, las zarpas del perverso, la mano del ladrón y la mentira del poderoso, y con ello nos libraríamos del agobio que su presencia casi siempre nos produce.
Teodoro R. Martín de Molina. Octubre-2006


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