MIS LIBROS

Treinta años después

FRAGMENTOS DEL CAPÍTULO V

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"A partir del mes de mayo y durante todo el verano, el patio de la casa se convertía en un macizo de plantas y flores de todas clases. Una vez que se traspasaba la puerta de entrada, una puerta inmensa de madera que por las noches cerrábamos con una barra de hierro que atrancaba en diagonal sus dos hojas, había una parte cubierta sobre cuyo tejado se extendía un rosal trepador de rosas blancas que en ocasiones, además de extenderse por el tejado, lo desbordaba y colgaba por el final de la parte techada que daba al patio y a veces también lo hacía por la puerta de la calle; el rosal procedía del arriate situado a la derecha,  en el rincón que formaban la pared del ayuntamiento y la entrada.

A ambos lados del rosal estaban unos celindos que en los meses de mayo y junio rivalizaban con las rosas en la frescura de su olor. El arriate continuaba en ángulo recto a lo largo de la pared que nos separaba del ayuntamiento hasta el rincón en el que se encontraba el desagüe del patio, sobre el que se abría una pequeña ventana que daba a la despensa que con el paso del tiempo y fruto de la modernidad y la necesidad se convertiría en la cocina de la casa. En este arriate mamá tenía plantadas pescaderas y geranios de colores diversos, que junto con las de los demás arriates y macetas le daban un profundo toque andaluz a todo el patio.

En la pared de la izquierda, una vez pasados los escalones de la sala, había otro arriate adosado a ella y que siempre se encontraba lleno de margaritas y pescaderas de todos los colores que rodeaban a otro hermoso celindo. Frente a la entrada, delimitando el patio de las escalinatas por las que se bajaba a la cocina, el retrete y los cuartos y patios de abajo, había un pequeño murete sobre el que se podían ver macetas con toda clase de flores y plantas: salcillos, geranios, claveles de diversos colores, esparragueras y otras muchas variedades. Justo frente a la entrada, en el murete, estaba uno de los dos grifos de agua corriente que había en la casa, el otro estaba en la pila del retrete, éramos unos de los pocos afortunados del pueblo que contábamos con agua corriente en la casa.

La toma de agua venía a través de una tubería particular de plomo directamente desde la Carrasquilla, adonde llegaba mediante una acequia cubierta, conocida como la atajea, desde el nacimiento en el ventorro de San Antonio. Tenía esta tubería cuatro puntos de purga, uno justo debajo de este grifo, el segundo se encontraba al terminar la cuesta de la Pescadería, un tercero junto a la fuente de la plaza y el último poco después de iniciarse la toma del agua en la Carrasquilla. Cuando por algún motivo el agua dejaba de llegar a la casa, allá que teníamos que salir a recorrer todos los puntos de purga, quitarles el taponcillo de madera e insuflarle aire con una bomba de pie o poner y quitar el dedo en repetidas ocasiones hasta conseguir que la tubería perdiese el aire y el agua volviese a fluir con normalidad."

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            "Martín Martín, así lo llamábamos, vivía exilado en Marruecos, o había sido extrañado por su posición discrepante con el régimen franquista, pero debía de ser un exilio o extrañamiento peculiar porque él todos los veranos venía a pasarlos a Gaucín.

Guardaba un gran parecido físico con papá, ambos eran de baja estatura, la calvicie de Martín Martín estaba a punto de alcanzar a la de papá y los juanetes de sus pies superaban en tamaño y notoriedad a los de papá, lo que le obligaba a calzar sandalias en vez de zapatos. Aunque era menor que papá, la diferencia de edad entre ambos no debía ser muy grande y puestos uno junto al otro era difícil decir quién era el tío y quién el sobrino.

Por las mañanas venía a buscar a papá para ir a tomarse un chiquito al bar de Antonio Molina, pero antes de irse esperábamos sentados en los escalones del patio la llegada de Antolina con su canasto de brevas o su cubo de chumbos  y allí al fresquito nos tomábamos unas pocas brevas o chumbos mientras Antolina iba llenando el plato o la fuente de porcelana blanca con ribetes azules que se guardaría para después del almuerzo.

Mientras estuvo soltero venía con su madre y se quedaban en la casa. Su madre, nuestra otra tía Carmen Martín, era una señora mayor que caminaba ayudándose de un bastón debido al problema que arrastraba en una de sus piernas. Nos contaba mamá que cuando joven tocaba el piano como los ángeles. Mamá estuvo algún verano con ellos en Estepona para tomar baños de mar que decían eran buenos para favorecer la fertilidad. Por entonces todavía vivía tío Jesús. Era farmacéutico allí y simultaneaba su labor de boticario con sus ideales de nacionalista andaluz, lo que le llevó a tener frecuentes contactos con Blas Infante (notario en Casares) y también frecuentes problemas con las autoridades de la época por la misma razón.

Martín Martín había mamado las ideas políticas de su padre y su oposición a todo aquello que no se ajustaba a sus ideas y, en ocasiones, a casi todo lo que decían o pensaban los demás. Papá solía decir de él que era el típico personaje que llegando tarde a una reunión lo primero que preguntaba era: «¿De qué estáis tratando?» Para a renglón seguido, sin dar tiempo a  que nadie respondiese, espetar un escueto: «Me opongo».

Se casó ya mayor con la prima Francisquita, hija de tío Joaquín el policía, bastante menor que él por lo que su padre no vio con buenos ojos ese matrimonio. Pero a Francisca no había quien le quitara a Salvador de la cabeza, ella no es que estuviese enamorada de él, ella lo adoraba y lo siguió adorando hasta el día de su muerte a principio de los ochenta. Francisca sólo veía a través de sus ojos y su corazón latía a la par que el de Salvador.

Una vez casado se hospedaba en el hotel de Clementina y allí hacía su vida independiente de la familia —por algunos de cuyos miembros no sentía mucho afecto. En ocasiones cuando le nombrábamos a algunas de las primas, él la rechazaba  como tal y nos la regalaba de inmediato: «Esa no es prima mía y si lo es, te la regalo»—Por la casa pasaba todos los días en varias ocasiones y a lo largo de su estancia veraniega en Gaucín también eran varias las ocasiones en que compartía con nosotros mesa y mantel.

A todos los pequeños nos gustaba sentarnos con él y escuchar sus historias sobre su vida en Marruecos, sus negocios de cítricos, los motivos de su exilio y, más que nada, oír opiniones discrepantes con lo que todo el mundo decía; no es que lo entendiésemos muy bien o que comulgásemos con lo que exponía, pero era emocionante y excitante, al tiempo que atrevido, escuchar a alguien que con la mayor tranquilidad del mundo afirmaba que Franco era un dictador golpista y que con sus gobiernos se habían cometido muchas más atrocidades que todas las que se pudieron cometer durante la guerra civil, o que los obispos y el papa eran tal y cual.

Mamá cuando lo oía hablar de Franco o de los ministros le conminaba a que se callase o bajase la voz, pero cuando tocaba el tema de la iglesia lo anatemizaba ipso facto. Le recriminaba que dijera esas cosas delante de nosotros y lo mandaba a los infiernos por escandalizar a unos niños, el escándalo era el pecado más grande que podía existir. A mamá además de que hablásemos de personas relacionadas con la política o la religión, tampoco quería que en la casa se hablase de nadie, no le gustaba para nada la crítica. Si algunos caíamos en la tentación, de inmediato nos mandaba callar diciéndonos: «Todo lo que se habla cae encima»."

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