MIS LIBROS

Treinta años después

FRAGMENTOS DEL CAPÍTULO III

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 "Tenía seis años y no podía comprender que mi hermana Ía se hubiera marchado. Ella, que en cuanto pudo cogerme en brazos me había estado cuidando, desde por la mañana hasta por las noches cuando venía a mi cama a rezar conmigo antes de dormirme, se había ido. ¿Qué iba a ser de mí? Me sentía un ser desvalido, al que el único recurso que le quedaba era llorar y llamarla a gritos para que no se fuese, pero todo sería en balde.

A partir de esa mañana, mamá se encargó de, al principio, hacerme todo lo que ella mi hacía, poco después de ir enseñándome a valerme por mí mismo, para acabar vigilando que hiciese bien lo que me había enseñado. Se acabó el tiempo en el que era el principal objeto de los cuidados de una persona en particular.

Francisca, desde siempre, había querido irse a monja, a las misiones. Tras leer la vida de Santa Teresita del Niño Jesús —patrona de las misiones— y la de Santa Teresa —ésta y su hermano se escaparon de su casa para irse de misioneros cuando eran pequeños—, aumentó aún más, si cabía, su vocación, pero papá le decía que hasta que no fuese mayor de edad no la dejaría marcharse. Yo creo que en el fondo, tanto a papá como a mamá les encantaba la idea de tener una hija monja, al servicio del Señor; pero querían asegurarse de que su vocación fuese verdadera y no fruto de ideales juveniles que después se quedaran en nada.

Su carácter, siempre alegre, invitaba a pensar, o al menos a poner en duda, el hecho de que su vocación fuese absoluta. El tiempo quitaría completamente la razón a todo aquél que hubiese tenido la más mínima duda sobre su vocación. Una vez en el convento su carácter no sólo no cambió, sino que cada vez se le notaba más alegre y esa alegría se la transmitía a sus hermanitas y a todos los ancianos con los que, en su peregrinar por tantos y tantos conventos, tenía que trabajar aunque a veces esto le costase Dios y ayuda; no obstante, a ella no parecía importarle lo más mínimo.

Recuerdo como mamá en muchas ocasiones le decía:

—¿Tú monja? ¡Ay, me río yo de que tú llegues a monja! Si no paras ni un momento en la casa. Todo el día por ahí de churreteo y hablando con los muchachos, te pasas las horas muertas hablando con José Antonio. "

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"Estando en Ifni nacieron Francisca e Inmaculada —la que murió con seis años en Granada—, Francisca en Tetuán e Inmaculada en Málaga. Decía mamá que Inmaculada era lista y dispuesta como ella sola, una niña de una gran inteligencia, era el ojito derecho de papá al que quería con locura y eso se le notaba a papá, cuando hablábamos de ella, a pesar del tiempo transcurrido desde su muerte, siempre aparecía en sus ojos el brillo del sentimiento de dolor que proviniendo del corazón te forma un nudo en la garganta que imposibilita el hablar y hace difícil tragar saliva para pasar el momento.

Contaban que viviendo en Cazorla se iban ella y Francisca a jugar a casa de una amiguita que, por lo visto, disfrutaba de una posición económica mejor que la nuestra. Inmaculada al poco rato estaba de vuelta y cuando mamá le preguntaba por el motivo de tan rápido regreso, ella le contestaba que porque no estaba dispuesta a ser siempre la criada de su amiga y que si se creía que por tener más dinero iba a ser siempre la señora, estaba muy equivocada, que Francisca se quedaba porque era tonta.

Cuando mamá tenía que guardar reposo a causa de sus problemas de circulación ella le decía:

—Tú no te preocupes mamaíta, que yo me encargo de hacer la comida y de arreglar la casa —con menos de seis años se subía a una silla y se ponía delante de la hornilla a preparar la comida.

Murió de meningitis, papá decía que le dio la meningitis de lo inteligente que era y mamá se lamentaba de que había advertido al médico de que lo que la niña tenía era meningitis pero, como casi siempre ocurre, el médico se fió más de sus conocimientos científicos que de la intuición de una madre y, fuera por eso o porque tenía que ocurrir así, nuestra hermana dejó este mundo a tan temprana edad.

Mientras estuvo enferma siempre llamaba a papá, hasta que mamá le dijo que nunca la llamaba a ella, a partir de entonces empezó a llamarla a ella. Murió un sábado rezando el rosario con mamá, a la que le había pedido rezarlo para ofrecérselo a la Virgen, antes de morir llamó a papá con nuestra típica fórmula:

—¡Papaíto!

Al nombrarlo se dio cuenta de que no le había dicho nada a mamá y también la llamó:

—¡Mamaíta! —Fue la última vez que la nombró y la última palabra que dijo."

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