MIS LIBROS

Treinta años después

FRAGMENTOS DEL CAPÍTULO XII

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Cuando se terminó el campo de fútbol, el grupo de adolescentes que formábamos el equipo del Club Deportivo Gaucín lo bautizamos con el nombre de «Conrado Durántez», escribiendo su nombre en el muro que se levantó en la parte que daba a la viña del “Indianito”. Grande fue el enfado que por tal motivo se llevó el alcalde del pueblo, a la sazón Joaquín Nieto, él esperaba tener nuestro reconocimiento por la obra hecha —probablemente no le faltaría razón—, pero nosotros adjudicamos el mérito de la construcción a don Conrado. Así que cuando fuimos a pedirle al alcalde ayuda para la compra de la equipación o de balones nos encontramos con su negativa y tuvimos que andar rejuntando el dinero entre nosotros para poder adquirir el material.

Don Conrado era el juez de instrucción y muy aficionado a todo tipo de deportes. Medía cerca de dos metros y tenía unas espaldas anchísimas. Era el modelo y la envidia de los jóvenes y el objetivo de casi todas las muchachas en edad de merecer. Practicaba la alterofilia y cuando salía del juzgado se bajaba a la casa de María la del Pino, allí tenía las pesas, y practicaba solo o acompañado por algunos jóvenes del pueblo, entre ellos Miguelín y Pepe. A Pepe y a los hermanos Godino los llevó a competir en algunas carreras de campo a través a Málaga con resultados poco satisfactorios. Creo que fue la única vez que vi a Pepe interesado por el deporte.

Al principio de tener el campo de fútbol nos pasábamos las tardes enteras jugando. No importaba ni el frío ni el calor, éramos capaces de ponernos a jugar después de almorzar y continuar hasta que no se veía nada. Por esta época se habían acabado las rivalidades entre los barrios y todos formábamos parte del mismo equipo. Cuando entrenábamos lo hacíamos en dos equipos pero sin tener en cuenta la procedencia, lo único que se procuraba era que los equipos fuesen más o menos equilibrados. Joselito Nieto o Luis Serrano solían echar pie o pares y nones con Paquichín y ellos, que en realidad eran los mejores, iban escogiendo uno a uno a los demás miembros del equipo.

Paquichín era sin duda el mejor, aunque a los demás no nos gustase reconocerlo porque pecaba de individualista y cuando nos tocaba en contra nos mareaba a todos y nos hartaba de goles, eso no quita que reconociéramos su velocidad, su aguante y la facilidad que tenía para el regate, los únicos defectos que tenía era la falta de estatura y un pelín miedoso a la hora de disputar el balón.

En los partidos oficiales el equipo titular estaba formado, en la mayoría de ellos, por: Manolito Ortega de portero; Pepito Villena, el Primo y Peluza en la defensa; Moya y yo de medios y Paquichín, Luis Serrano y Joselito Nieto en la delantera, el campo era pequeño y sólo daba para nueve jugadores por cada equipo. En ocasiones también entraban en el equipo: Mendoza, Juan Jesús, Herrera, Antonio “el del Pino”, Fernandillo “el de la Fernanda”, Miguelín, Momo, Salvador “el de Fernandito”, Juanito Mendoza, y algún forastero que venía de vacaciones al pueblo, caso del yerno de seño Juan Real o Pepe Cuenca el marido de Ani Serrano, ambos de Jimena de la Frontera.

Estos partidos los disputábamos contra la Estación, Cortes y, sobre todo, Jimena. Los partidos contra Cortes siempre eran en ese pueblo, ellos tenían un complejo deportivo que era la envidia de toda la serranía: piscina olímpica, campos de baloncesto, balonmano y fútbol, pista de patinaje, etc. El campo de fútbol era reglamentario y allí si podíamos jugar once contra once. Nosotros, poco acostumbrados a esas dimensiones, nos cansábamos rápidamente y las goleadas que recibíamos eran de escándalo, aunque el día que pasábamos en Cortes no estaba nada mal: por la mañana piscina, por la tarde el partido y por la noche el baile con las muchachas de Cortes.

Todos los partidos, tanto si jugaba como si no, los recuerdo con gran emoción. Los disputábamos a muerte y nos dejábamos literalmente la piel sobre el terreno, el campo era de tierra. Solamente hubo un partido del que tengo un recuerdo amargo. Fue uno de los últimos que jugamos contra Jimena. Era por la feria y por primera vez, se haría entrega de una copa al equipo vencedor. Ganamos cuatro a uno y, para una vez que ganamos y que recibimos una copa, no jugué ni un solo minuto. Cuando Luis Serrano, que era el capitán, me dijo que no iba a jugar de entrada me sentí mal, pero cuando en el descanso tampoco me sacó, casi se me saltaron las lágrimas. Me sentí terriblemente frustrado, menos mal que la cosa no me duró mucho rato y al poco de terminar el partido estaba celebrando la victoria con todos mis compañeros. Aún hoy me queda esa pena de no haber jugado aquel partido. Aunque, pensándolo bien, a lo mejor ganamos porque no jugué yo.

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En la escuela de don Mario comencé a dominar las cuatro reglas, a solucionar problemas en los que ellas intervenían, a escribir sin cometer faltas de ortografía y a analizar morfológica y sintácticamente palabras y oraciones sencillas. Además seguimos profundizando en los conocimientos políticos y religiosos en los que todos teníamos el ineludible deber de formarnos para convertirnos en hombres de provecho y amantes de nuestra patria y de nuestra religión.

Era don Mario hombre de convicciones tan pétreas e inamovibles que se permitía pocos cambios, el más singular era el del bigote cada nuevo mes de enero.

—Año nuevo, bigote nuevo —nos decía cuando buscábamos en su cara el cambio de su aspecto. Más allá del bigote no se apreciaba modificación alguna, ni en lo físico ni en el carácter.

Conversador incansable, amigo de alternar con sus amigos y paisanos. Trabajador, como pocos y cumplidor de sus obligaciones, como nadie. Dos de sus sentencias preferidas eran: «La obligación está antes que la devoción» y «Hay que saber divertirse, pero después hay que saber trabajar».

Empezaba las clases a las siete de la mañana y no acababa hasta las nueve o diez de la noche. Algunas veces podía quedarse tomando unas copas  en el bar de “Chiquilitré” hasta bastante tarde, pero a la mañana siguiente él era el que llamaba a Cristóbal “Chiquilitré” para que abriera el bar y era el primero que estaba en la escuela esperando a que llegaran los estudiantes. Si algún día se retrasaba ya sabíamos que ese día no había clase por  motivo fundamentado.

Joven, corpulento, con cabello algo ondulado y ojos vivarachos, bigote ancho y negro. Bajo el bigote se dejaban entrever los incisivos superiores un poco salidos y separados, lo que hacía que el bigote pareciese aún más prominente de lo que lo ya de por sí era. En su cara casi siempre estaba dibujada una sonrisa que, cuando tenía ganas de bromas, se convertía en sonora carcajada que hacía que se le viese hasta la campanilla y que se le saltaran las lágrimas. Era más frecuente que abriera la boca para vocearnos por cualquier motivo, desde lo más simple a lo más simple todavía. Su voz era un trueno que provocaba el pánico en todos nosotros.

—Yo no doy voces. Éste es el tono de mi voz —nos comentaba, alzando la voz, cuando él mismo se daba cuenta de que nos asustábamos al oír sus gritos.

El intervalo de tiempo que transcurría entre un momento de calma y un nuevo vocerío era brevísimo, o a nosotros eso nos parecía.

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