MIS LIBROS

Treinta años después

FRAGMENTOS DEL CAPÍTULO XI

...

1.966, el año de los mundiales de Inglaterra, fue el que me tocó a mí ir al descorche.  El corcho se les había vendido a unos extremeños y papá me dijo que tenía que ir al descorche para hacer de fiel del peso junto a Alfonso Ortega. Pepe ya se había ido a Madrid y Jesús estaría haciendo el curso de Instructor Elemental tras haber terminado magisterio. Yo, que acababa de terminar la reválida de cuarto, estaba en el momento más indicado para hacer mis primeros pinitos en el descorche. Iba a hacer de fiel junto con Alfonso, en realidad el fiel iba a ser él, yo me dedicaría a observar, anotar los pesos y aprender para el futuro.

Una mañana de finales de junio nos montamos en la empresa de La Línea y al llegar al cruce del Corchado, cuando empezaba a amanecer, nos bajamos. Allí nos estaba esperando el aparcero del cortijo con unas caballerías para llevarnos junto a nuestros bártulos hasta la Almadravilla. Por el camino nos fuimos uniendo a algunos de los corcheros y recogedores que se desplazaban desde San Pablo, otros lo harían desde la Estación.

Al llegar al cortijo nos dirigimos hacia el lugar en el que se iba a establecer el primer campamento, donde cada uno fue ocupando el lugar que le parecía mejor. Alfonso y yo nos pusimos debajo de un buen chaparro que durante la noche nos resguardaría del relente. Sacamos algunos de los embutidos y nos tomamos un bocado a la espera de los que faltaban por llegar. A la mañana siguiente comenzaría el descorche y el capataz y Bartolo estuvieron inspeccionando distintos lugares de la finca y viendo como se daba el corcho. Bartolo le iba dando explicaciones sobre el orden que deberían seguir los corcheros para que la campaña fuese rentable para todos. Parecía que ese año el corcho se iba a dar bien, la primavera había sido húmeda y el corcho salía con facilidad y sin dañar el tronco del árbol.

Bartolo era un muchacho de la Estación de total confianza de papá por su trabajo, sus conocimientos sobre el descorche y su honradez. Desde joven había participado en los sucesivos descorches y así lo seguiría haciendo en los siguientes. Había pasado por todos los trabajos que implicaba el descorche: de niño fue aguador, después recogedor, corchero, rajador y capataz. Ahora hacía de hombre de confianza de los dueños, una especie de supervisor del trabajo. Vigilaba que el corcho segundero se sacase en planchas homogéneas y grandes para que no quedasen muchos restos o pedazos que se pagaban a un precio menor. Iba indicando cuales eran los chaparros a los que había que sacarle el primer corcho, bornizo, y la cantidad del mismo que había que sacarles a los alcornoques viejos.

Él y Alfonso eran las únicas personas a las que conocía, todos los demás eran extraños para mí y la mayoría de ellos hombres mayores. Solamente el hijo del capataz de los corcheros, que haría de aguador, era más o menos de mi misma edad.

A media tarde llegó el cocinero con todos los productos para las comidas y al anochecer hicimos la primera cena en común: un gazpacho fresco en el que bailaban unos cuantos trozos de tomate. El gazpacho se había preparado en un lebrillo grande de barro y a él nos íbamos acercando por turnos —«cuchará y paso atrás», era el lema de la comida en común en el campo—, esa noche se acompañó el gazpacho de los embutidos que cada uno llevaba.

 

Se hizo de noche y se formaron varios corrillos en los que se contaban chistes, chascarrillos y se comentaban diversos aspectos del trabajo. Alfonso y yo nos retiramos hasta donde habíamos dejado los bártulos y echamos una manta sobre la tierra y hojarasca y nos dispusimos a dormir, a la mañana siguiente había que levantarse antes del amanecer.

Tardé un buen rato en conciliar el sueño, cuando abría los ojos me encontraba con la luz de las estrellas que se dejaban ver entre las ramas del alcornoque bajo el que estábamos. No paraba de pensar en la posibilidad de que un alacrán me pudiese picar mientras dormía o de que se acercase algún bicho. Aquello no me gustaba demasiado y rondaba en mis pensamientos la posibilidad de volverme al día siguiente a Gaucín. Supongo que agotado de darle tantas vueltas a la cabeza me sorprendió el sueño poco antes de que nos tuviéramos que levantar.

Aún faltaba mucho para que los rayos del sol se dejasen entrever por las copas de los alcornoques cuando ya estábamos todos en pie, mientras el café terminaba de hacerse en la lumbre. Mamá me había echado un jarrillo de porcelana y en él  me serví un poco del café que se había preparado en una cafetera de grandes proporciones, para acompañar el café unas rodajas de salchichón comprado, salchichón de burro lo llamábamos, y un trozo de queso acompañados de un cuscurro de pan del día anterior.

Acabado el desayuno, ya con la claridad primera del amanecer que estaba próximo, se comenzaron a oír los golpes secos de las hachas contra la corteza de los alcornoques y las primeras planchas de corcho empezaron a llegar al lugar donde se había situado la cabria. Cuando hubo corcho suficiente se llevó a cabo la primera pesada. La cabria era el artilugio formado por un trípode —tres troncos unidos  por uno de sus extremos— del que colgaba la romana y de ella la plataforma en la que se colocaba el corcho. El peso se hacía en quintales castellanos.

Alfonso era el encargado por parte nuestra de comprobar la exactitud del peso, un señor mayor, llamado Juan, hacía la misma labor por parte de los compradores. Cuando ellos cantaban el peso, yo lo anotaba en la libreta que tenía para ello, Juan hacía lo propio en la suya. Cada diez pesadas hacíamos una comprobación de todas las pesadas, para evitar que hubiese anotaciones dispares. Si habíamos hecho anotaciones diferentes, o llegábamos a un buen entendimiento o había que volver a realizar todas las pesadas. Había que estar avispado para que no te colaran un gato.

Después de varias pesadas le dije a Alfonso que mi labor allí no tenía sentido y que lo que yo hacía lo podía hacer él del mismo modo que lo hacía Juan. Basándome en lo anterior le comuniqué mi intención de volverme a Gaucín. Alfonso trató de convencerme de lo contrario argumentando que si papá me había mandado allí, por algo sería.

No me había gustado el primer día ni la primera noche en el campo y, haciendo caso omiso a los consejos de Alfonso, cogí mi macutillo y me encaminé cuesta abajo hacia el Corchado para desde allí tomar la carretera que enlazaba con la de Ronda - Algeciras para volver a casa. A unos pocos cientos de metros del cruce del Corchado oí el ruido del motor de un camión y me dispuse a hacer auto-stop. El camionero paró y me subí en la cabina. El camión iba cargado y salvaba con dificultad el desnivel que separaba la vega del Guadiaro de la Sierra Hacho. Al cabo de una hora habíamos cubierto los catorce kilómetros hasta Gaucín. Me dejó en la venta Socorro, donde invité al conductor a tomar café, yo no tomé nada y me dirigí rápidamente a casa.

Al entrar por el patio, mamá se sorprendió de verme tan pronto de vuelta y me preguntó por los motivos de mi repentino regreso. Traté de explicarlos y antes de acabar se presentó papá y, como en él era costumbre, sin muchas voces ni muchos alaridos me recriminó mi actuación y acabó con un terminante:

—A la una se va Paco el pescadero para Algeciras. Tómate un bocado de cualquier cosa, vuelve a coger el macuto y a esa hora te espero en la esquina Matías para que, igual que has venido, te vuelvas a la Almadravilla.

Le dijo a mamá que me revisase el macuto por si necesitaba algo más y de nuevo se dirigió a mí:

—La próxima vez que te vea por aquí que sea cuando se cumpla la quincena, que es cuando los hombres paran en el trabajo para cambiarse de ropa y reponer provisiones.

La sentencia no admitía apelación ni recurso de ningún tipo. A la una estaba en la esquina Matías y allí estaba papá, que ya había hablado con Paco, y poco después de la una estaba en camino regresando al descorche. Antes le había cogido, con la complicidad de mamá, un par de paquetes de Celtas largos del secreté de la entrada donde los guardaba, fueron los primeros paquetes completos de tabaco que había tenido entre mis manos para mi personal uso y disfrute y con ellos tendría para los quince días que habrían de pasar hasta mi próxima vuelta.

...

<<VOLVER A MIS LIBROS>>